PERIODISMO: TÍTULO SÍ, TÍTULO NO… YO QUÉ SÉ… YO ¿QUÉ SOY?

Empezaré por poner en valor mi testimonio: Mi padre era periodista, conocido y reconocido en los años 70, 80, y 90. Premio Nacional de Periodismo en 1984. Licenciado en Derecho, pero vocacional de la información, la divulgación, y la escritura. Con el tiempo, y tras demostrar bastante talento literario, decidió cambiar su destino entrando en la Escuela Oficial de Periodismo (desconozco los detalles de su paso por Zurbano, o su hoja académica, pero eso es lo que me contó).

Mi hermano pequeño es licenciado en Periodismo y –hasta la fecha- es responsable de la oficina de la Agencia Efe para Oriente Medio, en El Cairo. Lleva 20 años en la agencia, enviando información a España desde Teherán, Buenos Aires, Montevideo, o Lima.

Mi hijo es Periodista. Licenciado con la última promoción que completó los cinco años. Ejerce como redactor de programas, a veces más periodísticos, a veces menos. Alguna vez ha estado a mis órdenes, como yo estuve a las de mi padre.

El caso es que me crié corriendo por las redacciones de los medios en los que trabajaba mi progenitor, familiarizándome con muchos usos y costumbres del gremio aún vigentes, ya fuera en el periódico “Pueblo”, en la “Agencia Efe”, en emisoras de radio, o en la mismísima RTVE, así como en multitud de revistas y periódicos en los que él colaboraba entonces (Hoja del Lunes, Diario 16, Cisneros, Tribuna Médica…). Durante una década más seguí a mi padre como asistente, aprendiendo a conseguir información, a documentarme, a redactar, y a sobrevivir en este universo (como otros de mis hermanos hicieron antes que yo). Cuando saltó al periodismo audiovisual, pues me arrastró con él -no tenía más remedio-, y pasé a ser asistente de sus documentales y reportajes, siguiéndole por medio mundo.

Liberado de mi padre, trabajé en redacciones de revistas y programas de radio y televisión como “chico para todo”. Aprendí el manejo de las herramientas, asistí a grandes eventos históricos en los que tuve que ocupar -en bastantes ocasiones- el lugar de un redactorl experimentado, incluso en los cinco años en los que estuve como técnico de sonido, en el Máster de Periodismo de El País / Universidad Autónoma, reemplazando en algunas clases a profesores con gran nombre en el periodismo radiofónico (cuando estos no podían asistir). Me había aprendido de memoria sus charlas, y las explicaba con bastante acierto y de un modo menos formal. 

Fui redactor de la “Agenda” del suplemento “Tentaciones” (de EL PAÍS),  informando sobre actividades culturales de todo tipo y redactando reportajes sobre gastronomía, fiestas populares, música… Realicé entrevistas -en inglés y español- para documentales de la serie “Longitud Latitud” de RTVE, y fui también redactor de la revista de la FNAC, cuando se abrió el centro comercial en Madrid, de la mano de Jorge Semprún.

Escribí artículos para varias revistas sobre temas muy dispares, siguiendo siempre los criterios de documentación y verdad que mi padre me enseñó, y tratando de acercar la información a los ciudadanos. Redacté todas las entrevistas de programas de televisión como “La Noche se Mueve”, de “EL Gran Wyoming”. Viajé como corresponsal de la ONCE a los Juegos Olímpicos de Seúl, y formé parte de la redacción de muchos y variados programas de televisión (documentales o entretenimiento).

Desde entonces he sido responsable de redacciones de programas divulgativos e informativos (culturales, científicos, de actualidad, de deportes…), seleccionando, organizando, y liderando equipos numerosos de periodistas y otros profesionales, contratando servicios de información, tomando decisiones sobre las prioridades y valor de las noticias. Por el camino me abrí un hueco en el mundo del guión, y –como nota curiosa- fui uno de los creadores de la serie “Periodistas”, en los años 90. Basada -en principio, y aunque en algunos lugares existan versiones distintas y falsas sobre ello- en la vida profesional de mi padre y de algunos de mis amigos (al menos hasta la 4ª temporada, cuando salí de ella).

Humillado por los comentarios de algunos “colegas” por carecer de titulación alguna –es una larga historia-, decidí probar suerte volviendo a los estudios. En 1989 aprobé el acceso a la Universidad. Estuve tres años en la Facultad. Algunos de mis profesores trabajaban conmigo, resultaba curioso. Otros me pedían que les ayudase a conseguir actividades para sus alumnos, visitas, becas… No aprendía nada sobre periodismo, al menos nada que no supiera ya, aunque sí que aprendí mucho sobre historia, literatura, o economía. De modo que abandoné la Facultad y seguí trabajando, ya fuera como periodista, o como guionista. A día de hoy, cerca de cincuenta espacios emitidos, entre series y programas, han contado con mis textos.

De modo que aquí estoy, con mi carrera más que hecha y el respeto de compañeros e industria. La inmensa mayoría de mis amigos y conocidos son “periodistas licenciados”. En muchos foros me presentan como “Periodista y guionista”, pero yo ¿Qué soy en realidad? No tengo ni idea. Me siento periodista, más que guionista, a pesar del éxito que he tenido en esto del guión (pongo la tilde, digan lo que digan). Nunca encajo. Estoy, pero no soy. Es algo extraño.  

Siempre me he preguntado por el valor del título. A lo largo de los años he tenido que valorar y seleccionar a muchos licenciados, y he visto de todo. Cuando he contratado, nunca he pedido el título. La verdad. Pero no puedo responder claramente a si es necesario, o no. Juraría que hace años había una vía de entrada a la licenciatura a través de la experiencia, pero igual es más un deseo que una realidad. Nunca he investigado sobre ello. Me quedan pocos años de trabajo «obligado», y podría decir que ya me importa un pito, pero mentiría. Me duele no saber qué soy.

Cuando leo -o veo- debates o preguntas sobre si el “periodista” se hace, o se aprende con el estudio, me entran dudas. Hay muchos tipos de periodismo, y cada uno de ellos tiene unas exigencias diferentes. Hay periodistas que redactan piezas para programas del corazón, periodistas de “redacción y diario”, periodistas de corresponsalía, periodistas de oficina de prensa, periodistas trabajando en un súpermercado, en una Estación de servicio…

Desde que nací he visto de todo: zopencos informadores licenciados y brillantes informadores con más experiencia que estudios, pero también he visto brillantes licenciados y zopencos “intrusistas” (con mayor o menor fortuna), como yo.

No lo tengo claro, pero entiendo que hace falta un compromiso con la verdad y la ética profesional por parte de quien se encarga de trasladar la información, de conseguirla, de valorarla, de contrastarla, de ponerla en duda, de traducirla, etcétera. Quizá, lo único necesario para poder ser llamado periodista, sea tener empatía y cierta obsesión por la verdad, además del talento para trasladar el contenido en el que se trabaja a otros ciudadanos. Es de Perogrullo, supongo, pero esto es lo que opino del debate.

E insisto: NO SÉ QUÉ SOY.

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EL FANTASMA DE LA QUINTA PLANTA

En los años ochenta, el edificio principal de EL PAÍS, en la calle Miguel Yuste, tenía cinco plantas: Amarilla, Naranja-rojiza, verde, marrón-negro, y azul celeste. No se trataba de un diseño azaroso, por supuesto. Cada color se vinculaba con la actividad del departamento que la ocupaba. La nuestra era la azul, la 5ª planta, la radio que surcaba los cielos sobre las ondas que partían de una antena que estaba dibujada en el lateral del pasillo de los ascensores… Pues bien, a finales de los 80, yo me convertí en el dueño y señor de todo aquel espacio. En el «fantasma» de la 5ª planta.

El grupo PRISA, tras hacerse con un buen porcentaje de acciones de la CADENA SER, había decidido difuminar y cerrar el proyecto RADIO EL PAÍS en donde yo trabajaba. Tras unos meses agonizando como RADIO MINUTO, la gran mayoría de los profesionales fueron trasladados a la Gran Vía, en donde se había remodelado el edificio para concentrar allí todas las emisoras.

Para entonces, tras demostrar mis pocos conocimientos en todas las áreas posibles, me habían asignado al recién creado Máster de periodismo -supongo que por ser hijo de mi padre-, en lugar de echarme. Me pagaban una miseria, pero mejor eso que no hacer nada, debí pensar, si es que entonces pensaba en algo. Cuando el último periodista de la emisora salió de allí, rumbo al centro de Madrid, me hice el amo y señor de aquello.

Durante más de un año deambulé por los despachos, las redacciones, los estudios. Me grababa cintas con música, leía notas abandonadas, recuperaba recuerdos olvidados, bolígrafos, cajas de «cafiaspirana» (de la buena), merchandising… Nadie subía jamás a preguntarme nada. Saludaba a Pedro, en recepción, y cogía mi ascensor, como si tuviera una misión secreta y trascendente.

Una vez en mi reino me dormía siestas interminables en los sofás, veía canales de televisión a los que no tenía acceso en casa, me subía comida, ponía música a todo volumen, tomaba el sol y fumaba porros en la escalera de emergencias, o me sentaba a leer, con un bocadillo y una cerveza que me subía del bar (lomo, queso manchego, y tomate).

Tenía muchos conocidos en el diario, pero pocos amigos, y todos ellos estaban inmersos en sus brillantes carreras, de modo que me dejaron solo. Un fantasma en Miguel Yuste. Por si fuera poco, el abandono de aquello fue tan precipitado, que nadie dio de baja el pase de prensa para el viejo Palacio de los Deportes, de modo que seguí yendo a los partidos como enviado por Radio El País, sentándome en una cabina vacía y saludando -como si nada- a mis vecinos de otras emisoras.

Fueron unos meses increíbles, que terminaron cuando decidieron construir un estudio en el otro edificio, en donde estaban el resto de las aulas y las oficinas de la Escuela. Unos años después regresé a la 5ª planta, como redactor de la Agenda del nuevo suplemento TENTACIONES, pero nada quedaba de aquel paraíso terrenal, aunque, alguna vez, sentí el paso fugaz de mi propia figura, persiguiendo un balón por los pasillos.

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WHO CARES?

WHO CARES?

It may seem only an expression of false modesty stolen from Socrates (according to Plato), but no: "I" am an ignorant with capital letters and pedigree. I was the dumbest of all my brothers and cousins, the one who got worse grades, the school freak... I had many "gangs" and in all I managed to be the least intelligent by far, and in others I triumphed by being more "lacking in brain" than anyone else, confusing stupidity with bravery. I surpassed myself in absurd recklessness. I've always been so-so dumb that some people thought I really was a very smart and inteligent person acting like a fool, because they couldn't assume I was a fool pretending to be a smart and inteligent fool. Lucky as always, and taking advantage of the prestige that my father had, I got a job, and since (then) I was so flashy dumb that the flashy, smart, and popular ones took me affection, because what mattered was to be flashy and not smart, I guess. As those who had adopted me ascended to the audiovisual skies, they promoted me, almost unintentionally, and so on until today.

The excess of nonsense has its advantages, for example: it allows you to identify those of your own species soon. I smell them, I detect them before anyone else, with just two sentences accompanied by a bit of nonverbal communication - or a tweet and a retweet. Not one escapes me - for evil people I have a much worse eye, they say. Another of the “powers”, that the lack of intelligence grants, is that it helps a lot when it comes to judging the quality of a human system, of a work group. In my case there is an infallible maxim: Everything is going well when I am the dumbest on the team, but it is a disaster if it is not so - and I swear it has ever happened. The third virtue is that the fool provokes tenderness, and therefore softens those who rebuke him - I also swear that I have been rebuked quite frequently, even today -. If this is accompanied by a couple of thanks, a sad look, and a little empathy, you become the Doctor Manhattan of your universe, you will be indestructible.

The only thing incompatible with the gift of stupidity is leadership. I try to avoid it even if sometimes I find it complicated. It is always better to have someone eager for power nearby, ready and willing to assume the prominence.


Do we value more the cleverness or intelligence? Nonsense or ignorance? In any case, I don't have the knowledge to answer that, at least today. I will leave it to someone smarter.

Long live the nonsense!
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ALGUNOS DATOS CONTRASTADOS Y UNA OPINIÓN SUBJETIVA

(Escrito en 2016, pero revisado varias veces)

Acabo de leer una entrevista hecha a un colega que ha publicado un medio digital, y he descubierto en ella algunas imprecisiones que pueden llevar a engaño, y que -seguramente- se deban a los típicos ajustes de edición. Para que no queden dudas, salvo las que se quieran generar intencionadamente, pondré luz y taquígrafos sobre la historia.

La serie “Periodistas” comenzó a emitirse en enero de 1998, tras largos meses de preparación del proyecto. La idea de la serie había nacido una década antes, cuando muchos de nosotros -la mayoría periodistas e hijos de periodistas- soñábamos con dedicarnos a la ficción mientras trabajábamos en EL PAÍS. Años más tarde conseguimos tener una productora en condiciones para desarrollar proyectos, y la idea de crear una ficción en un diario, con una redacción y bastantes problemas personales, fue una de las primeras que pusimos sobre la mesa (1995).

En aquellos años en GLOBOMEDIA trabajábamos en equipo, con Manolo Valdivia con responsable de contenidos, y había un COMITÉ DE FICCIÓN (Con Daniel Écija, Juan Carlos Cueto, Felipe Pontón, Manuel Valdivia, Pilar Aragón, y Yomismo…) que tomaba todas las decisiones sobre las series a desarrollar. Ahí es en donde se debatió cómo debía ser esa serie que ya había sido apuntada en un cuaderno que todavía conservo (porque me tocó redactar las primeras líneas).

Siguiendo patrones de argumentos tradicionales acabamos recurriendo a la biografía de MI PADRE como arranque: una historia real que podría generar multitud de conflictos mientras se desarrollaban las tramas profesionales. Por eso se llamaba LUIS SANZ el protagonista, y no por otros motivos que se han defendido con gran vehemencia (pero nunca delante de mí): Yo soy ese Felipe LUIS Mellizo SANZ, que volvía de Londres (luego fue N.Y) después de años de corresponsal (como mi padre), y tenía que rehacer su vida en una redacción moderna, con una exmujer y varios hijos de aquella antigua relación (como mi padre). En aquellos días sólo un actor podía interpretar ese papel: Alfredo Landa. Desconozco de quién fue la idea de contar con él, pero sonaba bien.

Se escribió el primer documento de venta y a la cadena le gustó. Yo no estuve en aquellas negociaciones, porque para entonces ya había salido del proyecto para arrancar el de “Compañeros” con Valdivia, Nacho Cabana, y Manuel Ríos. Alfredo Landa se comprometió con otra serie –no pudimos competir con la oferta que le hicieron-, y hubo que cambiar el concepto. Para ello Daniel Écija, Felipe Pontón, y Víctor García, formaron un equipo de guionistas ya contrastados, muchos de ellos periodistas también. Fue ese equipo, con Curro Royo como coordinador de guiones -que venía de «La otra familia», nuestra primera serie diaria, en colaboración con Cartel y Videomedia- , Pilar Nadal -Los Ladrones van a la oficina, Médico de familia-, e Ignasi Rubio -Médico de familia-, quien le dio «formato» al «formato». Alfredo Landa pasó a ser José Coronado (pero pudo haber sido Puigcorbé) y en función de él, de Alex Angulo –que era la viva imagen de mi padre-, y de Amparo Larrañaga, se fue completando el casting y desarrollando los “universos” paralelos de la redacción (las casas de los profesionales). Un problema personal y sumamente triste mantuvo a Daniel Écija viajando de clínica en clínica y, aunque volvía de vez en cuando para corregir y dirigir el proyecto, casi todo el peso de la serie cayó sobre Felipe Pontón. Finalmente, el 13 de enero de 1998 se emitía el primer capítulo. Lo firmaron como guionistas Víctor García, Luis Gil, Juanma Iturriaga, Javier Lozano, Pilar Nadal, Felipe Pontón, Curro Royo, e Ignasi Rubio (la participación de cada uno no fue la misma, pero todos aportaron algo).

piridistas

Momento en el que Curro Royo hace entrega del capítulo 1 a Begoña Álvarez

Pero algunas desavenencias (que yo no conozco, aunque algo escuché) provocaron que el equipo se deshiciera. Tensiones, abandonos… Finalmente me dijeron que fuera yo quien sacara adelante los guiones “porque no llegamos”. Primero con Felipe Pontón, luego solo. Debíamos andar por el capítulo 5 de la primera temporada.

Felipe Pontón se fue, y yo, agobiado por el volumen de trabajo, recuperé a Pilar Nadal, que conocía el proyecto mejor que bien, y juntos empezamos a avanzar. (Íbamos tan pillados que pasábamos la noche escribiendo, y al alba llegaba un conductor a la oficina y se sentaba esperando para recoger las secuencias que se llevaban a plató, así de mal estábamos). Al mismo tiempo la empresa, que tenía especial interés en que cogiéramos experiencia para poder arrancar otras series, sumó de nuevo a Víctor García al equipo (aunque pronto se marchó a montar “Siete vidas”).

Por entonces GECA compartía edificio con nosotros, en López de Hoyos, y entre los distintos departamentos había uno con el que simpatizábamos mucho. Se trataba de una publicación especializada para profesionales, “Teleformat”, que compartía espacio con otros analistas y creativos. Allí trabajaban muchos de nuestros conocidos: Álvaro Augustin, Íñigo Sancristóval (es con “v”), Esperanza Martín, y Alex Pina.

El contrato de Alex se acababa entonces, y decidimos que sería bueno probarle en ficción. De ese modo entró en nuestro reducido equipo: Pilar, Alex, y yo. Pilar ya era guionista senior, había escrito en otras series como “Los ladrones…”, pero Alex era un novato, ingenioso, animoso, pero sin experiencia en ficción. Con esos mimbres, y la ayuda de los directores (Dani y Jesús Rodrigo hicieron un gran trabajo), terminamos la primera temporada con notable éxito, completando el equipo con guionistas como Ernesto Pozuelo, Olga Salvador, Mauricio Romero, Carmen Ortiz, Silvia Pérez, Carmen López, Ignasi, Salvador Perpiñá, Natalia G. Prieto, etcétera, etcétera, etcétera.

Vivimos felices durante un buen tiempo. Las tramas personales y de convivencia salían de nuestros propios traumas, y las profesionales venían de nuestra experiencia, de la documentación, y de los muchos compañeros y amigos que participaban como “proveedores”. En aquellos días nos reuníamos en la casa de Javier Pérez de Albéniz y Ange Barroso, en la colonia de Pradillo, y allí, con Quintela, Sindo, Casqueiro, Peregil, Grijelmo, Ordaz, etcétera cogíamos ideas que nos servían para elaborar las tramas, cuando no las sacábamos de la vida de mi padre y otros compañeros de su generación, o de las largas sobremesas del “Paulino”. Yo me “fui” (esa es otra larga historia, que tiene que ver más con lo personal), habiendo dejado preparada la tercera temporada (La Academia de la Televisión ya nos había premiado como Productores ejecutivos en 1998 –a Pilar Nadal, Daniel Écija, y Yomismo-), y Pilar siguió adelante como Productora Ejecutiva y guionista durante varias temporadas más (compartiendo el cargo con Dani, que como máximo responsable del departamento y director de algunos capítulos, seguía vinculado al proyecto). El equipo se fue renovando, y Alex subió en el escalafón hasta ganarse la confianza de Dani. Con la marcha de Pilar Alex quedó como productor ejecutivo durante las dos (no sé si tres) últimas temporadas.

Esto fue así. Y ahora mi opinión subjetiva: Creo que estamos confundiendo “visibilidad” con “notoriedad”, o quizá la industria nos quiere llevar a ello. Los guionistas y creativos debemos ser reconocidos, pero a mi juicio no se trata de convertirnos en un evento por nosotros mismos, por mucho que en otras latitudes lo hagan. Al menos eso no es lo que yo deseo. Esa “notoriedad” nos lleva a exagerar, mentir, y ocultar valores de otros compañeros. Los medios de comunicación nos encumbran y nos manipulan. Yo no quiero ser famoso: Sólo que a cada uno se le reconozca su trabajo y arte de una forma honesta. No digo más.

(Y si me he olvidado de algún nombre perdón)
FELIPE MELLIZO

PD (1). Dejad de creer en el puñetero IMDB (Y tampoco creáis a «pies juntillas» todo lo que dice la WIKIPEDIA).

PD (2). Lou Grant era uno de nuestro modelos, desde los ochenta.

PD (3).Cuando se cambian los equipos de las series, a veces por razones peregrinas, se produce cierta confusión. La propiedad intelectual se diluye, y las paternidades saltan de las manos de los que se van, a las de los que se quedan. Lo sé bien porque he estado en ambos lados. Cada uno tiene una percepción de lo que aportó, distinta que los demás, pero en todos estos procesos hay algo muy claro: A RÍO REVUELTO, GANANCIA DE PESCADORES. Esto no sería relevante, sino fuera porque ahora las cadenas y productoras compran personalidad, y esta se PUBLICITA gracias a una MITIFICACIÓN que a menudo nace de una «incorrección», siendo benévolos. Lo peor es cuando resulta que ésta es innecesaria, como es este caso, porque el protagonista del titular detonante de este texto tiene suficiente curriculum como para no necesitar de ello.

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(Ahora que ya se ha leído el artículo unas cuantas veces, me atrevo a añadir esta foto en la que se me ve concentrado, pensando en las tramas de la serie PERIODISTAS, y con el antiguo poblado chabolista de fondo).

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1984-2024

En 2024 se cumplen 40 años de mi entrada en Radio El País, una efeméride que tuvo un valor especial en mi vida.

1984 había empezado con mi expulsión de la Armada, a donde llegué tras demostrar mi incompetencia en otras áreas, en un intento desesperado de mi padre porque enderezase mi vida. Peleas, fiestas, delitos pequeños y medianos, falta de valores… En paralelo a mi decadencia, mi padre crecía profesionalmente, alcanzando un nivel de fama y respeto inesperado, que culminó con el Premio Nacional de Periodismo.

Los Juegos Olímpicos de Los Ángeles me hicieron olvidar mis carencias durante un tiempo, en nuestra casa de Torrevieja. Con la ayuda de todos los estupefacientes que se cruzaban en mi camino llegué hasta el otoño, esquivando desastres mayores por puro azar. Saltando de una emisora a otra, enchufado por mi padre, fui ganando experiencia en el mundo laboral, hasta que surgió la oportunidad de entrar en una nueva emisora, Radio El PAÍS. Tras un primer intento fallido, pude incorporarme al equipo, en donde no tardé en hacer amigos.

[Mi padre tenía una estupenda relación -creo, aunque nunca se sabe-, con los directivos del diario El País. Desde Juan Cruz a Polanco, pasando por Julio Alonso, Javier Baviano, o el mismo Cebrián. Supongo que sería por mediación de este último por lo que me contrataron como técnico de sonido en uno de los más atractivos proyectos de la historia de PRISA].

La emisora, que ocupaba el 105.4 del dial de la FM (Hoy CADENA SER), había nacido un año y medio antes, con un gran despliegue publicitario encabezado por el mismísimo Enrique Tierno Galván. Contaba con un equipo joven y talentoso dirigido por Costa primero, Roldán después, y finalmente José María “Pepo” Baviano.

Desde mi punto de vista, que no es decir mucho, la plantilla con la que me tocó convivir se podía dividir entre periodistas puros (J.M Contreras, Luis Fernández, Pilar Falagán, Ernesto Estévez, Pilar Rodríguez, Jesús Serrada, Javier Pérez, Ricardo Cantalapiedra, Carmen Pérez Tortosa (Tortu), José Ramón Pindado, Pedro Paniagua, Emilio de la Peña, Juan Ramón Lucas, Carlos Llamas, Gema Rodríguez, Denise Cook, Jaime Roza, Montse Fernández Villa, Felipe Pontón…); Periodistas y locutores de programas musicales y de entretenimiento (Moncho Alpuente, Javier Pérez de Albéniz, Andrés Varela, Santiago Alcanda, Máximo Pradera, Almudena Belda, Igor Reyes, Carlos López Tapia, Ana Pécker, Jorge Flo, José Ramón Rubio, Nacho Sáez de Tejada, Marisa Bas, Julia Gil, Kike Tourmix, Luis Mario Quintana, Fernando Martín, Merche Yoyoba, Alfredo Díaz…); Técnicos de sonido y personal de gestión y organización (Alberto Bonilla, Manolo, Jerónimo Florit, Jesús Sánchez, José Antonio Guisasola, Juantxo Rollo, Belkis, Pedro Pérez, el gran Aurelio, la chica de la fonoteca…); Amigos, redactores, y colaboradores del periódico y la radio (López Iturriaga, Jorge Luis Ron, Alex Grijelmo, Víctor Mato, A. Martínez Roig, C. Yarnoz, Luis Gómez…); Y alguien que como no valía para nada servía para todo (YO). 

[Más adelante, cuando empezaron las prácticas, José Miguel Contreras trajo grupos de becarios e investigadores entre los que estaban José Luis Corretjé, Piedad Sancristóval (Es con “V”), Alfredo Díaz, o Javier Bonilla]. 

En definitiva: una extraña mezcla de gente con talento, gente con apellidos, y gente con problemas.

Supongo yo que en solo dos frases ya había dejado claro que no tenía ni puñetera idea de cómo funcionaba aquello, así que me asignaron al estudio de grabación, y no al de emisión. Mis compañeros fueron más que generosos, y en poco tiempo me familiaricé con los equipos. La edición con corte, o las mezclas, se me daban bien gracias a mi buen oído y, a pesar de mis carencias, me hice de querer.

Pero no había manera de etiquetarme, y eso era algo vital para algunos de los jóvenes -y clasistas- periodistas de Radio El País, que trataban por todos los medios de distanciarse de los técnicos. Ellos eran los culturetas, los que escribían bien, los expertos en política; los de la música eran unos golfos, gente de la noche, modernos, y vividores; y los demás éramos una extensión del mobiliario, gente gris que apenas entendía sus sofisticados chistes. Una vez, uno de los más antipáticos, al escucharme usando una referencia supuestamente culta cuando hablaba con Aurelio, el conserje, le dijo a otro en tono de burla “No, si al final estos técnicos acabarán leyendo a Proust”. Podía haberle metido un cabezazo ahí mismo, pero me quedé petrificado: Yo no había leído a Proust. Esa noche empecé con “El camino de Swann”, y no me detuve hasta acabar con los siete de “En busca del tiempo perdido”, me sentía dolido en mi orgullo. Por vez primera fui consciente de que era un ignorante, un patético patán, y me puse a leer todo lo que caía en mis manos, que no era poco, porque la biblioteca de mi padre empezaba a tener dimensiones alejandrinas.

[Con el tiempo y otros tantos menosprecios, me examiné de acceso a la Universidad para mayores de 25, aprobé y entré en Periodismo… Pero esa es otra historia].

Pero no todos los que allí trabajaban eran pedantes clasistas culturales. Algunos, como Carlos Llamas, se mostraban siempre cercanos y respetuosos (lamenté mucho su muerte, la verdad). Carlos había llegado de la mano de Contreras, y era un tipo de barrio, periodista, rojo, y del Atleti. No se podía pedir más. A Carmen “La Tortu”  también la tenía aprecio, con ese punto tan maternal, y esa forma tan dulce de resolver los problemas -aunque fueran provocados por el mismísimo Fraga-; Y a Julia Gil, con esas minifaldas hipnóticas, con quien mantengo hoy una relación digital constante…. Por supuesto que con Andrés Varela sintonicé rápido, teníamos muchas cosas en común en nuestro pasado y presente -así como en el futuro-, y con Javier P de Albéniz, a quien había conocido en los días de Radio Estudio y que llegó a la emisora tomándole el pelo a todo el mundo hasta ganarse el apodo de “guindilla”.

Cuarenta personas entre  los 20 y los 35 años de edad, con salarios generosos para aquellos días, entradas para conciertos, pases para baloncesto, y grandes planes para el futuro. Todos compartiendo edificio y ascensores con los respetables peridodistas del diario y con las distintas personalidades que les visitaban (Jamás olvidaré la postal que me regalaron Jesús Polanco y Quique Tourmix, compartiendo ascensor). En general era un gran lugar para trabajar, aprender, y divertirse.

Todo lo que he hecho después tiene su origen en aquel año tan especial, hace ya ¡40 años!

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Ellos

No son de mi familia, ni tan siquiera amigos de infancia, adolescencia, estudios, deporte, o juerga -aunque alguna hubo-, pero llevan conmigo desde 1984, cuando aún no había cumplido veinte años. Son brillantes en lo «suyo» -y no tanto como creen en lo «mío»-. Desde entonces fuimos y vinimos. Me dieron la espalda varias veces -más de las que yo se la diera a ellos-, y me sacaron de algunos líos, menos de los que ellos creen… Afortunados por tenerse y por tener a otros como yo. No les ha ido nada mal en la vida por lo que suelen ser acosados por distintos tipos de jaleadores que al final acaban diluyéndose en el tiempo y entre sus ambiciones. Hablo poco de ellos en el muro, pero mucho en privado. Con escarbar un poco entre mis textos cualquiera sabría quiénes son, pero no les mencionaré. Después de 35 años les he cogido un inexplicable cariño, son como hermanos. Es mucho tiempo, que en algún caso se suma al de generaciones anteriores superando los cien años de encuentros profesionales entre nuestros familiares de primer grado. Como es natural los hay que no les aguantan, y sus razones son de peso -al margen de subjetividades-, pero mis razones para quererlos son al menos tan grandes como las suyas de odiarlos. No me imagino mi vida sin esa panda de cabro…

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(Texto efímero de 2007 que desaparece con el nuevo día) Tenemos una vecina que se llama Paloma…

Paloma es alta y morena. Educada y silenciosa, saluda cortésmente cuando entra al portal, cargada de brazos y hombros, camino de su piso: un primero interior.

Paloma tenía un marido y un hijo, pero ya no están. El marido la dejó –probablemente cansado… Si no más- y al hijo adolescente se lo quitaron hace poco. Paloma está sola y sufre de una esquizofrenia, para nosotros –los vecinos- aguda, pero para los médicos no lo suficiente como para internarla, si es que hoy se puede internar a alguien por este mal. Paloma no tiene trabajo, pero suponemos que recibe alguna pensión.

A Paloma le gusta la música. Lo sabemos por lo que escucha y nos hace escuchar. Una y otra vez reproduce el mismo disco the los Beatles, suponemos que para compartir su sufrimiento con los vecinos… Y con el barrio, porque Paloma descuelga el auricular del portero automático y acerca el altavoz al micrófono, para que todos la disfruten, quieran o no, desde la mañana de un día, a la del día siguiente.

A Paloma no le gustan las cosas en general, ni las suyas, ni las ajenas. De vez en cuando tira objetos contra la puerta de la vecina, una mujer mayor que nació en esa misma casa cien años antes, como si estuviera realizando un sortilegio para liberar su alma de algún oscuro terror. Otras veces llena bolsas con «cosas», dejándolas en la basura, algunas recién compradas y envueltas en su embalaje original. A Paloma no le importa el valor de esas «cosas» porque ha perdido la noción del valor, o valora otras «cosas»…

Paloma no come -salvo chocolatinas-; ni lava –porque inundó la casa-; ni tiene calefacción –porque arrancó los radiadores-; ni tiene familia –porque agotó su paciencia-….

A Paloma se la llevaron un día a la fuerza, tras reventar su puerta a martillazos para evitar que quemase el edificio, y la devolvieron unos días después, supuestamente “curada”. Paloma, sin llaves de su casa, se sentó sobre el contador del agua durante cuatro horas y preguntó si habíamos visto a su hijo, y si sonreía cuando le vimos.

Paloma ha vuelto a su casa y no se medica. Los sabemos por el despertador, que día y noche le avisa de algo que desconocemos. Algunos le ofrecen comida, ayuda, pero Paloma no quiere, ¿o no es Paloma, sino otra «ella»?

Tenemos varios temores, como Paloma. Por un lado está ella, sola y sin ayuda, por otro nosotros, que subimos las escaleras mirando por el rabillo del ojo a aquella puerta entreabierta al fondo del oscuro pasillo.

ESTO FUE PARTE DE UNA NOTA QUE ESCRIBÍ HACE QUINCE AÑOS, PARA SOLICITAR AYUDA PARA UNA MUJER QUE TENÍA UN INFIERNO DE ENFERMEDAD EN SU CABEZA. UN DÍA DESAPARECIÓ. NO VOLVIMOS A SABER DE ELLA. HEMOS VISTO A SU EX MARIDO, ALGUNA VEZ. PERO NO QUEREMOS PREGUNTAR… SU HIJO PASÓ VARIOS MESES PASEANDO POR LA ZONA, RAPEANDO A VOZ EN GRITO ESTROFAS QUE NO TENÍAN INTENCIÓN DE RIMAR CON NADA. ESTABA EN TRATAMIENTO POR EL MISMO MAL QUE TENÍA SU MADRE. NO LE ESCUCHAMOS DESDE HACE MÁS DE UN LUSTRO. POR SUPUESTO QUE ELLA NO SE LLAMA PALOMA.

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Hoy me he encontrado un pen-drive lleno de tristezas, vergüenzas, y traiciones.

Todos hemos pasado por malos momentos en nuestras vidas, y algunos varias
veces. No es algo nuevo, ni original, como no lo es el deseo de quitarse de en
medio para evitar el dolor, el remordimiento, la culpa, o la falta de
expectativas que conllevan. 

La primera vez que pasó por mi cabeza la idea del suicidio de debía ser el
año 1979. A pesar de mi corta edad ya había fracasado en todo, menos en el
consumo de estupefacientes, y escribí unos textos que alguna vez he encontrado,
pero que ahora he perdido de vista -aparecerán algún día en la buhardilla, este
siglo o el que viene-. «Una palabra tuya (bastará para salvarme)»* era
el título de los relatos (sin ser creyente, el peso de la cultura cristiana en
mí era evidente). En ellos, empezara como empezase la historia, mi alter-ego protagonista
siempre acababa suicidándose. «Drama king» que era yo desde pequeño,
pero con fundamento, porque mis dramas no eran inventados, como decían muchos y
muy cercanos… Es evidente que no tuve las agallas necesarias.

Después vinieron otros fracasos, siempre acompañados por la droga y la falta de empatía de los que
me rodeaban, lo que me llevó a documentarme sobre las mil maneras de acabar con
la vida propia sin dolor, y sin molestar a los demás. Hasta el último fiasco,
cuando en unos meses perdí lo poco que tenía: Padre, madre, familia, pareja,
amigos, trabajo…

Me quedé en la calle, como suena. Literal. No se trata de que no pudiera ir
a casa de alguien -cosa que hice puntualmente-, sino que me quedé como un pollo
sin cabeza. No sabía qué hacer.

Estuve a un milímetro, o a falta de una corriente de aire, de acabar con
todos mis problemas presentes, pasados, y futuros, pero esquivé ese último paso
milagrosamente, encontrando en la ira, el orgullo, y la venganza, el motor para
salir adelante. De ese modo inicié otro camino igualmente espinoso: porque para
poder reiniciar mi vida, y recuperar a las dos personas a las que más quería
-Pilar y mi hijo-, debía mendigar ayuda sin abrir nuevos «pozos-negros».
De modo que inicié un bombardeo epistolar-digital a mis contactos.

Ayer me encontré un pen drive lleno de tristezas, vergüenzas, y traiciones.
Textos organizados por carpetas con las iniciales de los destinatarios: Son las
notas y cartas que envié.

No puedo describir la sensación que me produce leerlos. Una extraña mezcla
de bochorno y orgullo (bochorno por lo bajo que caí, orgullo por haber salido
de esa sima), sumada a cierta cantidad de rabia por el poco éxito que tuve
entre los que más podían ayudarme, lo que contrasta con la extraordinaria ayuda
que recibí de los que menos tenían para ofrecer. Veo hasta qué punto me humillé
y me sonrojo. Me duele. En algún caso había olvidado que esa persona había
recibido mi petición de auxilio ¡Qué vergüenza! Ayer estuve a punto de
eliminarlos, pero no pude. Cuando se ha superado, el sufrimiento tiene ese
punto adictivo.

Fueron ocho años de travesía. Finalmente salí adelante, a trancas y
barrancas, pero agotado, exhausto. Mi cabeza se consumió en el proceso. Se
quedó inmersa en su grisáceo contenido.

*Lamento la coincidencia con la obra de Elvira Lindo.

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Un pensament…

Al menos en nuestra habitación, somos todos déspotas y conservadores -además de defensores a ultranza de la propiedad privada… Y nada demócratas-. En el salón nos cruzamos con otros déspotas, llegando a acuerdos basados en una pirámide de poder que aún mantiene muros insalvables, como el “porque lo digo yo”. En la Comunidad de propietarios nos abrimos a otros micro-déspotas formando una “minidemocracia”, cediendo lo menos posible y aceptando ciertas propuestas que no son de nuestro total agrado por evitar conflictos, pero marcando líneas rojas cuando es necesario.

Según ascendemos en el escalafón de los núcleos sociales vamos aceptando –o asumiendo- más puntos de vista diferentes, perdiendo peso como «déspotas individuales». Pasamos a ser miles de déspotas en “lo municipal”, y después a decenas de miles en lo «regional», creando por el camino una conciencia social en nosotros, una responsabilidad que nos lleva a asumir que hay “otras” formas de entender la vida, con “otras” prioridades, y o bien las toleramos, o nos liamos a palos… Y no es plan. Luego vienen –en nuestro caso-, el Estado, las uniones aduaneras continentales, o de intereses económicos…

Conforme nos diluimos en este enjambre humano que no deja de crecer, vamos accediendo a un nivel de conciencia social superior, “me preocupa la guerra, el hambre en el mundo, el Amazonas…” (salvo aquellos que, por desgracia, deben ocuparse de cuestiones más básicas, como sobrevivir). Más allá entramos en las pseudo-ficciones, o ficciones puras, que quedan de manifiesto cuando el cine nos plantea una invasión alienígena y toda la humanidad actúa “como un solo hombre” olvidando otros intereses más pequeños; O relatos que nos muestran la unión de varios mundos para tomar decisiones galácticas…  

En cierto sentido, la gran mayoría de los humanos, trazamos un “arco” desde la visión más egoísta y personal, a la más generosa y general. Según yo lo veo hoy –igual cambio de opinión en unos días-, esa “conciencia” nos lleva del egoísmo individualista a la generosidad social, algo como ir desde la derecha a la izquierda en función del tamaño del electorado y/o territorio.

Ahora, que se acercan las elecciones de Mayo (2023), he visto y escuchado a muchos que defienden lo conservador en lo “pequeño” y lo progresista en lo “grande”, y se debaten entre romper esa disciplina de voto que, por otra parte, nadie nos ha obligado a respetar como ciudadanos. Por si fuera poco, este “arco de voto poblacional” se combina con el “arco de voto  generacional”, que no afecta a todos por igual, pero sí a la mayoría, y que a muchos –a mí el primero- nos lleva a desear calma y estabilidad, convirtiéndonos en cierto tipo de “hipócritas políticos sociales”: Que me cobren menos impuestos, pero que las calles estén limpias; O que pinten “grafitis”, pero “monos, instagrameables”… (Y nada groseros, mejor de Bansky)… En muchos casos es como pedir que las fachadas estén bonitas en nuestro barrio, pero no querer ver andamios, lo que antes se describía como “cagar y oler bien” (nunca he tenido claro la verdad de la expresión). Sí.

Yo pertenezco ahora a ese gran grupo de hipócritas que se descubren defendiendo argumentos opuestos o incompatibles, en función de si se trata de políticas interplanetarias, o de orden de mi pequeña y literaria buhardilla. Solo tengo claro dos cosas antes de votar: Educación pública gratuita y Sanidad pública gratuita y universal SIEMPRE y LA MEJOR POSIBLE.

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Otro pensament más…

Nací viejo, eso es verdad. Desde pequeño hablaba con una cadencia y vocabulario entre pedante y pesado, con frases tan largas que cuando llegaba al final de la sentencia había olvidado el principio. Siempre quise llevar sombrero, como mi abuelo, e incluso bastón. Ambas cosas me parecían el epítome de la elegancia. Ese envejecimiento prematuro, junto a una vida precoz en todas las áreas, es lo que lleva a muchos a pensar que tengo más edad de la que anuncia mi DNI, supongo. La verdad es que no me importa. Bueno, quizá al principio un poquillo, porque me hacían más anciano que varios de mis conocidos, que ya peinaban canas cuando yo era un chaval, pero que han sabido cuidarse, e incluso maquillarse, de modo que estando cerca de los setenta parecen chavales –tostaditos, delgados, con su “peeling”… Y con sus pelajes densos y oscuros… Y los dientes blancos y alineados…-. Como muchos, otros, cuando me aproximaba al medio siglo de edad, comencé a pensar en lo que quedaría de mí en el planeta al morir. En lo que dirían aquellos que me conocen, o los que creen conocerme… Mi conclusión es que no quiero morir. No pienso dejar que otros desdibujen o alteren la verdad de mi existencia. Quiero ser el que dé la última versión de lo que sucedió en tal o cuál momento, porque la versión que trasciende suele ser la del último representante de un grupo. ¡Es vital que sea yo..! O solo se escucharán versiones falaces e incompletas. Es más, querría ser yo para completar alguna pequeña venganza dejando expuestas las vergüenzas de más de uno… PERO… No, en serio, nunca podría. Siempre que caigo en este pensamiento recuerdo a Pepín Bello, cuando le preguntábamos sobre episodios dudosos de aquel fantástico grupo de la Residencia de Estudiantes, con Lorca, Dalí, Buñuel, y él mismo. Tuvo siempre la oportunidad de añadir o corregir algunas zonas grises de aquella conjunción irrepetible de talento, o darse importancia en algunas “gestas”, pero hasta donde yo sé, nunca lo hizo. No es fácil. Sospecho que llega un momento en el que se relativiza tanto que se piensa: Y a mí qué más me da lo que opinen de mí cuando muera, es su problema, bastante tengo yo con reintegrar mis átomos a la naturaleza.

Ahora que, por si acaso duro, me estoy quitando las manchas de la frente con un mejunje infernal. Cuando termine el tratamiento voy a aparentar solo diez años más que los que tengo, aunque por ahora solo he conseguido tener la cara como si la hubiera puesto a medio centímetro de la freidora, llena de salpicaduras rojas.

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El último mono del periodismo

Leyendo sobre la nueva-vieja polémica de bulos, Ferreras, Villarejos, y PODEMOS, me he reencontrado con aquella frase mítica, vendida por algunos como síntesis de lo que debe ser el periodismo, que asegura algo como que “Si una persona dice que llueve y otra que no, el trabajo de un periodista debería ser abrir la ventana y averiguar si llueve para quienes no podemos abrir la ventana”. No estoy de acuerdo del todo, pero me ha traído a la memoria un episodio real, que me sucedió cuando trabajaba en Radio El País como último mono del equipo de la emisora.

Estábamos en el mes de marzo, a mediados de los años 80, y como cada día, al llegar la noche, la emisora se había quedado con el equipo mínimo: Un redactor, y yo -entonces calamitoso técnico de sonido-.

Como era habitual, a esa hora se recogía la información meteorológica de la noche y la mañana siguientes, el «parte», llamando a nuestro especialista (cuyo nombre no diré salvo que me pregunte alguien) para grabarle dos o tres piezas que iríamos introduciendo en los boletines. Se grababan en dos cabinas que había al final de la redacción, equipadas con dos teléfonos verdes que me encantaría tener hoy como objeto decorativo, y un magnetófono.

Llamé al número de teléfono del eminente meteorólogo y me respondió. Estaba listo. «De acuerdo», le dije, «…entonces «cinco y grabando». Como es natural yo no prestaba atención a lo que grababa. No era cosa mía. Me levante y fui hacia la redacción, escuchando de fondo cómo soltaba la habitual perorata: que si nubes y claros, que si baja presión pero ninguna precipitación. Miré por la ventana -qué poca vida se veía desde aquella oficina de la quinta planta de Miguel Yuste-. Probablemente no estaba pensando en nada, y simplemente disfrutaba viendo caer la nieve… ¿Nieve? Juraría que el meteorólogo había dicho que no habría precipitaciones. Corrí a la cabina. Cuando terminó su grabación me preguntó qué tal, y le dije que bien, pero que estaba nevando. Escuché el ruido de su teléfono al apoyarse en la mesa, y algunos golpes lejanos. Al cabo de unos segundos mi afamado locutor dijo: Vamos a grabar de nuevo… Y empezó con una «Nevadas por encima de los 700 metros en el interior…».

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«La elocuencia es naturaleza, no arte»

(Efectos secundarios de la gripe) Texto de hace unos años. Sobrecoge la facilidad de palabra de algunos a la hora de hablar de las series, de cómo se hacen, de las buenas y las malas, de la industria de la ficción en televisión y sus errores, de los autores, de las tendencias, etcétera, cuando su […]

«La elocuencia es naturaleza, no arte»
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A PROPÓSITO DEL ANIVERSARIO DEL PRIMER NÚMERO DEL PERIÓDICO EL PAÍS (4 de mayo de 1976)

¿Os acordáis cuando no llevaba tilde? Recuerdo a Julio Alonso explicándolo en… [https://elpais.com/diario/2007/10/13/opinion/1192226407_850215.html].

Siendo un niño mi padre me llevó a la redacción de Miguel Yuste. EL periódico acababa de arrancar y mi padre estaba muy relacionado con los que lo habían creado. Pocos años después allí estaba yo, ganándome la vida como enchufado en la quinta planta, en la emisora que ocupaba el 105.4 del dial de la FM (Hoy CADENA SER).

RADIO EL PAÍS había nacido un año y medio antes, con un gran despliegue publicitario encabezado por el mismísimo Enrique Tierno Galván. Contaba con un equipo joven y talentoso dirigido por Costa primero, Roldán después, y finalmente José María “Pepo” Baviano. La plantilla con la que me tocó convivir se podía dividir entre periodistas puros (J.M Contreras, Luis Fernández, Pilar Falagán, Ernesto Estévez, Pilar Rodríguez, Jesús Serrada, Javier Pérez, Ricardo Cantalapiedra, Carmen Pérez Tortosa (Tortu), José Ramón Pindado, Pedro Paniagua, Emilio de la Peña, Juan Ramón Lucas, Carlos Llamas, Gema Rodríguez, Denise Cook, Jaime Roza, Montse Fernández Villa, Felipe Pontón…); Periodistas, guionistas, dj’s, cantantes, veterinarios, y locutores de programas musicales y de entretenimiento (Moncho Alpuente, Javier Pérez de Albéniz, Andrés Varela, Santiago Alcanda, Máximo Pradera, Almudena Belda, Igor Reyes, Carlos López Tapia, Ana Pécker, Jorge Flo, José Ramón Rubio, Nacho Sáez de Tejada, Marisa Bas, Julia Gil, Kike Tourmix, Luis Mario Quintana, Fernando Martín, Merche Yoyoba, Alfredo Díaz…); Técnicos de sonido y personal de gestión y organización (Alberto Bonilla, Manolo, Jerónimo Florit, Jesús Sánchez, José Antonio Guisasola, Juantxo Rollo, Belkis, Pedro Pérez, el gran Aurelio, la chica de la fonoteca…); Amigos, redactores, y colaboradores del periódico y la radio (López Iturriaga, Jorge Luis Ron, Alex Grijelmo, Víctor Mato, Martinez Roig, Yarnoz, Luis Gómez, Quique Palacios, Vicente Jiménez, Pablo Ordaz, Paco Peregil…); Y alguien que como no valía para nada servía para todo (YO). 

Más adelante, cuando empezaron las prácticas, José Miguel Contreras trajo grupos de becarios e investigadores entre los que estaban José Luis Corretjé, Piedad Sancristóval (con “V”), Alfredo Díaz, o Javier Bonilla. 

Una extraña mezcla de gente con talento, gente con apellidos, y gente con problemas.

[Con la generación anterior mantuvimos siempre una relación distante, pero cordial… Hasta donde se podía, porque los celos generacionales no son algo nuevo. No me olvidaré nunca de Julio Alonso, Bastenier, Relaño, Izquierdo… Tampoco me olvidaré de los que fuimos conociendo después, como Jesús de la Serna, Toharia, o la inconmensurable Amelia Guardiola. Ni –por supuesto- el grandísimo Pedro, que era el “pu.. amo” de la recepción].

Ya en los primeros años de nuestras carreras se podía averiguar el camino que tomaríamos los unos y los otros; quién sería líder, quién animador, quién pegamento,  quiénes la mano de obra, y quiénes los sacrificados… Todo aquel grupo joven y numeroso de Miguel Yuste –casi todos nacidos entre 1955 y 1970- se ha ido encontrando y desencontrando a lo largo de los años en distintas empresas de comunicación y los roles apenas han cambiado. Esto se hace patente cuando coincidimos en cenas y comidas. Nadie abandona su personaje y actuamos como si el tiempo no hubiera pasado. ¿Es así siempre?

En cualquier caso traigo a la memoria aquel “Décimo aniversario”:

«Everybody wants to rule the world» debía estar sonando en todos los garitos de la ciudad cuando empezaron a montar el tinglado en donde se celebraría… Sí, yo tambien estaba ahí.

Durante unas semanas estuvimos preparando un estudio en el centro del Palacio de Cristal de El Retiro, desde donde se emitirían contenidos relacionados con la efeméride -una novedad entonces-. Yo ya había fracasado como estudiante, como chapista, como deportista, como militar, y como hijo (entre otras cosas), y la oportunidad que Pepo Baviano me había dado en Radio EL PAÍS era sin duda la última que tendría para convertirme en algo útil.

Como técnico de sonido tampoco valía mucho, pero debía hacerles gracia a mis compañeros -y para los jefes no dejaba de ser el hijo de alguien popular y respetado-, de modo que ahí estaba desde hacía un par de años, aprendiendo un oficio.

Recuerdo la inauguración, las fiestas del aniversario -la calle de Miguel Yuste cortada, los políticos con demasiado alcohol en la sangre, las escapadas «en pareja» por la redacción…-, y muy especialmente las comilonas en Alfredo’s Barbacoa. A diario atravesábamos el pasadizo de la calle Lagasca para disfrutar de unas cuantas «super-Alfredo» con costillas y ensalada de col, del brownie con helado, y terminar vaciando una botella de Jack Daniel’s a base de chupitos. Fueron tantas y tantas nuestras visitas que el equipo aquel de la emisora, con Contreras a la cabeza, Albéniz, Lucas, Luis Fernández, Flo, Pontón, y un largo etcétera detrás, contribuyó generosamente a la exposición de cascos vacíos de Bourbon que -el ya fallecido- Alfred Garus tenía entonces en las paredes.

En aquel estudio del Palacio de Cristal se hicieron entrevistas, programas musicales, informativos… Fue un evento que nunca olvidaré. Tengo tantos recuerdos de entonces… Y dos familias, mal que me pese a veces: La que me proporcionaron mis padres, y la que me acogió en la planta 5 de Miguel Yuste [Aunque los malos sigan siendo malos, los buenos-buenos, y los afrotunados-afortunados].   

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¡¡¡Ha muerto Sid Vicious!!!! (Un ladronzuelo serrano en Londres)

En el curso 1978-1979 Faltaba a clase de manera sistemática. En ocasiones tiraba las tablas de esquí y las botas por la ventana de mi cuarto para recogerlas al salir de casa y, en lugar de ir al instituto, subirme a esquiar todo el día. Mi vida sí que era un descenso a tumba abierta. Sentía pasión por las motos, y tenía bastante habilidad con ellas, de modo que consideré una traición que comprasen una a mis hermanas mayores antes que a mí. Así que cuando podía se la quitaba, hasta que un día, «saltando» en las «peñitas», la partí por el carter clavándola en una roca. Otras veces, cuando sabía que La Pérgola estaba vacía, superaba con agilidad felina la valla y cogía las motos de mis primos los «afortunados», de mayor cilindrada, para lucirme, especialmente la Cota 74 de Elena… Y robé una segunda moto. Esta vez una «cobra», mito del macarra de la época. Con ella anduve por la sierra, moviéndome de pueblo en pueblo por caminos y atajos para eludir a la Guardia Civil (como el pequeño paso subterráneo que cruzaba la autopista). Por la noche la escondía junto a la valla de la dehesa, tras unas zarzas. Un buen día se me rompió el embrague junto a la «Peña del cura», y cuando estaba intentando arreglarlo llegaron hasta mí dos guardias civiles. Al verles reaccioné de inmediato, improvisando. Fingiendo desesperación tiré la moto al suelo, y entre lágrimas la golpeé una y otra vez diciendo «mi padre me va a matar». Convencidos por mi actuación los guardias se dedicaron a calmarme y animarme. Me ayudaron a levantar la moto, y tras preguntarme dónde vivía -rápidamente dedujeron quien era- me dijeron que fuera tranquilo, tirando del cable del embrague hasta casa. Les obedecí, y me marché, pero en cuanto pude me dirigí hacia «lobo cojo», el basurero de la carretera de Alpedrete que hoy en día tiene hasta rotonda con estatua, y la abandoné entre montañas de mierda.

Los animales también formaban parte del entretenimiento diario, para bien, o para mal. Siempre rodeado de perros, disparando a gatos y ratones, cogiendo pájaros, lagartos y lagartijas, cazando grillos, capturando ranitas de San Antonio. Incluso mantuve una relación de amistad con una vaca, la 105, que venía a saludarme cuando me acercaba a la dehesa a fumar. A veces adoptaba alguna alimaña, y la llevaba conmigo a todas partes, como Federica. Federica era una culebra de agua que no medía más de medio metro, la había cogido en uno de esos arroyos de primavera, y la llevaba a clase a diario. La metía en el bolsillo, y cuando se acercaba alguna chica la liberaba, de manera que aparecía trepando por mi cuello lo que alarmaba a la víctima, que salía corriendo y gritando para mayor gloria mía.

Y de nuevo aparecía mi padre, sin venir a cuento y a deshoras, para decir que me llevaba a Londres. Y yo encantado, con tal de salir de esa casa que me empezaba a resultar incómoda. Así me vi en Londres, en mayo de 1979, en plenas elecciones generales, en lugar de estar estudiando para mejorar mis patéticas notas.

Dormíamos en Lambs conduit, en un edificio en el que tenía alguna propiedad la nueva suegra de mi padre. Era un típico bloque inglés, con apartamentos alquilados a los seres más extraños que uno pudiera imaginarse. El baño era comunal y estaba situado entre tramo y tramo de la enmoquetada escalera. Allí tenías que esperar hasta que saliera el vecino anterior, tuvieras la prisa que tuvieras. En el bajo una cafetería -igual era en el bloque siguiente, que todo hay que precisarlo porque en mi familia hay una gran exigencia de corrección sobre lo que hacen los demás-, en donde a diario desayunábamos los populares huevos con beicon que tanto mal hicieron al colesterol de mi padre. Nos habían cedido una habitación en la casa de Taofic Khan, un médico homeópata que creo que se llevaba bien con la señora Concha. Taofic era paquistaní, o paki, como decía mi padre. Tenía la casa llena de botes de formol en los que conservaba mil y una plantas -o lo que sea que fuera aquello- creando un ambiente desasosegante muy acorde con el Londres del destripador -aprovechando que estábamos a pocas manzanas de Scotland Yard-.

Desayunábamos y bajábamos caminando por Holborn y Shoe Lane, hasta el rascacielos en el que estaba la nueva oficina de la Agencia Efe. Mi padre me daba unas libras, y me dejaba paseando por la zona. Si había mercadillo me recorría los puestos, comprando comics y observando con curiosidad pueblerina a los punkis, que me provocaban una más que evidente hilaridad, con esos imperdibles, esas crestas, y esos ridículos pantalones de cuadros. En aquellos días se encontraban llorando la muerte de Sid Vicious, A mí me daba igual. Conocía sus temas, me gustaban tanto como molestaban a mis progenitores, pero nada más. Si tenía tiempo me metía en una maravillosa chocolatería en donde disfrutaba de la mayor oferta de Cadbury jamás vista (fuera de Birmingham, claro está). El dueño del establecimiento, un Willy Wonka de ascendencia griega que chapurreaba español, me atendía encantado, mostrándome las novedades y comentando los distintos sabores y mezclas de sus deliciosas chocolatinas. Probablemente fuera la única persona del mundo a la que le gustaba el chocolate más que a mí. Una mañana mi padre me llevó a Notting Hill, para comprar nosequé disco. Ajeno al historial del barrio yo lo observaba todo y a todos con insolencia. Quizá con demasiada: Recuerdo la desconchada casa con escalinata desde la que un tipo gigantesco de raza negra me observaba, como quien mira una mosca antes de aplastarla (nada sabía yo del historial de conflictos raciales del barrio). Bajé la mirada cagado de miedo, y tropezando me metí en la tienda de discos.

La tarde de las elecciones, después de cerrarse las urnas, subí a la oficina con mi padre para seguir el proceso. Me sentaron en una esquina para no molestar. Los teletipos no dejaban de teclear, en un constante diálogo con Madrid. El ambiente era agitado, estresante, como siempre ocurre en las redacciones durante los procesos electorales -sean trascendentes o no-. En la televisión un hombre soso y serio, vestido con un elegante traje gris, comentaba los resultados. Desde mi punto de vista aquel sistema de recuento de votos era un «sindiós». Por lo que me dijeron, tratando de culturizarme, el sistema de recuento premiaba al partido que mejorase sus resultados con respecto a anteriores campañas, algo así como las bonificaciones para el vencedor de una etapa ciclista. Para mostrar en qué sentido ese balanceo afectaba a las elecciones el locutor tenía un gráfico al que llamaba «swingometer», una ocurrencia lisérgica que parecía parte de un trabajo de fin de curso de primaria, hecho con cartulinas y flechas. Según iban llegando los resultados el presentador desplazaba la aguja de un lado a otro mostrando el dato final. En balde intenté enterarme de algo más. Mi padre apostaba por los laboristas, de manera que ganaron los conservadores de Margaret Thatcher, un desastre para la humanidad. Dos días después de la derrota laborista mi padre me llevó hasta el despacho de Tony Ben, un peculiar personaje -y gran político-. Estuve fuera durante la entrevista que le hizo para la Agencia (supongo), pero al acabar salieron juntos, y Tony me sonrió, y estrechó mi mano. Manda cojones. ¡A mi, un idiota ladronzuelo serrano!

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HABLANDO DE GUERRAS, ASÍ EMPEZÓ LA MÍA…

…En 1981, habiendo sido expulsado de todas partes -con razón- mi padre probó a matricularme en cursos de informática, pero como tampoco tenía talento para el “basic” ni el “cobol” me envió a la Escuela de Radio de la calle del Carmen 17, que dirigía un conocido suyo: Román Beitia. Al menos completé el curso de iniciación sin romper ni robar nada y, sin saberlo entonces, coincidí con dos personas que años después serían grandes amigos míos: Juan Carlos Cueto y Javier Pérez de Albéniz. Finalmente mi padre, con el apoyo de su colega Pedro V. García, que entonces era el experto en informacion militar de TVE, tomó una decision: “Elige hijo: dos años a la legión o tres a la Armada”. (Ese mítico grupo de periodistas que trabajaba en informativos, con Enrique Vázquez como jefe, y Pedro H, Pedro V, Tello Zurro, Pedro “Perico” Ricote…).

Obligado por mi padre a elegir entre Marina y Legión opté por la primera, confiando en que sería un ambiente más amable y permisivo. Pero antes debía pasar por un proceso de selección; un examen de conocimientos básicos, un psicotécnico, y un chequeo médico.

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Vivo en una serie, o en varias.

En mi edificio hay 16 casas, 14 de ellas están habitadas. Es un portal tranquilo. En 20 años solo hemos tenido unos pocos momentos de tensión, como cuando llamó a la puerta de mi casa una mujer que vendía oro. La recibí con mis 100 kilos de magro y la ropa y los guantes de boxeo, descamisado. La mujer reculó, sonrió y se fue. Dos días después estaba detenida y en los periódicos: Era una ladrona de ancianas que había matado al menos a una pobre mujer por asfixia al atarla y amordazarla.

Tuvimos también un butrón, en la tienda de semillas de marihuana de la calle. Entraron por el chiscón de mi escalera. Habían estado taladrado toda la noche sin que nos enterásemos. Poco después la misma tienda sufrió un asalto a mano armada…

Hubo algunos incendios, es verdad. Uno en la croissanterie, otro en un balcón, otro cuando los que hacen fiestas en los tejados tiraron colillas que se engancharon a unas sábanas de los patios…

Una pobre mujer paseaba su esquizofrenia por el portal, asustándonos con su gran altura y la mano siempre dentro de su bolso, sosteniendo algo, y tres ancianas fallecieron en estos años -una de ellas había nacido en el mismo portal, hacía 93 años-.

Una pareja rompió su relación de modo violento, y nos encontramos con él, malherido en el portal después de haber recibido una paliza por encargo.

Sin previo aviso el suelo de un piso «patera», de asiáticos que se dedicaban a la venta de latas, se hundió por el sobrepeso de los carros que colgaban del techo; y los obreros que reformaban viviendas fueron robados dos veces, maquinaria y efectos personales, por dejar el portal abierto a pesar de los avisos. Por lo mismo se llevaron las plantas que decoraban la entrada, pero eran de plástico.

Las fiestas no han parado ni por el COVID, y en el boom de los «airbnb», de madrugada, algunos guiris corrían desnudos y borrachos arriba y abajo por la escalera, llamando a los vecinos. Una tradición que no acabó con la de llamar a los telefonillos, o decorar la puerta con Tags, vómitos, latas vacías, o propaganda.

El jueves, antes de amanecer, alguien gritaba «me han robado», y esta mañana nos hemos despertado con la policía, deteniendo y llevándose esposado al vecino del bajo. Por suerte ya han acabado las obras de la fachada, de casa, y de la calle, pero empiezan las de los patios, la de un vecino, y la del tejado que se está hundiendo.

Mi familia lleva 140 años en el barrio, ininterrumpidamente. Yo vine de Arturo Soria hace 21. No me iría de aquí de ningún modo. Vivo en una serie.

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Juegos Paralímpicos y un servidor de ustedes

Suerte tuve desde pequeño. Suerte para no romperme la cabeza al caer de un árbol, para no estrellarme con una moto mal conducida, para no reventar con las drogas en la adolescencia -and beyond-, o para rodearme siempre de gente más inteligente que yo a quienes misteriosamente les caía bien… Un tipo afortunado. Lo asumo. De otro modo no se podría explicar que me ofreciesen ir a Seúl para cubrir los Juegos Paralímpicos acompañando a mi colega Pedro Paniagua, en los estertores de nuestros días de Radio El País.

Supongo que sería por los tejemanejes de José Miguel Contreras, o Carlos López Tapia, pero un buen día me vi sentado en una mesa, de un restaurante pretencioso de la Casa de Campo, con un tal Enrique Sanz, y varios directivos más de alto nivel de la ONCE, preparando lo que debía ser la primera experiencia de cobertura con enviados especiales de las «paraolimpiadas» (que habían ganado mucho en popularidad gracias al esfuerzo de los atletas con diversidad funcional -entonces se decía minusvalía-, que ganaban decenas de medallas, mientras que los otros atletas españoles de los Juegos “Olímpicos” volvían a casa con las manos vacías). En un momento dado Enrique Sanz, un tipo con mucha vista y poca visión, soltó un seco: “Por favor, quiero decirle a quien esté moviendo la mesa desde hace veinte minutos que se esté quieto”… Era yo, o mis nervios. Mi pierna tenía el  “tembleque del pie de embrague”. Pedro “bread and water” me miró, muerto de risa, y yo sonreí como pude frenando el seísmo.

Después de prepararnos durante unas semanas y con los bolsillos llenos por unas más que generosas dietas, partimos. En Madrid, coordinando y publicando en la revista de la ONCE, quedaba Piedad Sancristóval -periodista y amiga-, probablemente muerta de envidia.

Mi contacto con la discapacidad, o diversidad funcional, hasta la fecha era nulo (y no quiero hacer chistes), pero aquellas primeras horas acompañando a centenares de deportistas con problemas de visión, o movilidad, fueron una de las más gratificantes experiencias de mi destartalada vida. Nos montamos en un jumbo con rumbo a Osaka, y tras hacer escala de diez horas en Copenhague, sobrevolar el polo Norte, aterrizar de nuevo en Anchorage -el tiempo justo para hacernos una foto con el oso polar del aeropuerto-,  y seguir después hacia Japón, llegamos finalmente a la capital de Corea del Sur. Casi 40 horas!!!!

En el avión viajaba la estrella del momento, Purificación Santamarca (16 medallas en velocidad, 11 de ellas de oro), quien no dejaba títere con cabeza con su desparpajo y lengua afilada. A mi lado se sentaba un chaval de mi edad, cuyo nombre no recuerdo, con quien hice muy buenas migas, y al otro lado del pasillo un Hércules malagueño, saltador de longitud invidente. A la media hora de vuelo el avión ya era una fiesta, hasta el punto que el comandante avisó con severidad de los riesgos de tanto cambio de asiento, carrera, baile y cante. Fue un vuelo desternillante (excepto para las azafatas, supongo).

Finalmente llegamos a Seúl.

Aterrizamos de noche, confundidos por el espectáculo de cruces rojas y farolillos de los tejados y azoteas que identificaban a las distintas parroquias de la ciudad y que nos acompañaron en el largo recorrido de descenso hacia el aeropuerto. Iglesias protestantes, católicas, templos budistas, musulmanes, moonitas… Sorprendente espiritualidad en un país aconfesional -Un aterrizaje muy Ridley Scott por otra parte-.

La ciudad de Seúl nos recibió con esa extraña sensación que uno tiene cuando visita un piso piloto. Todo era nuevo, edificios, puentes, centros comerciales… El esfuerzo que habían hecho para merecer las olimpiadas se notaba en cada rincón, y en cuanto a los Juegos Paralímpicos habían tenido que cambiar hasta sus cimientos morales: Poco antes del 88 Seúl era una ciudad caótica, casi medieval, y algunas de sus costumbres -como lo era el rechazo a las personas que nacían con alguna limitación física- estaban arraigadas con fuerza en su cultura. La mera existencia de planos turísticos de la ciudad era algo extraordinario para un país acostumbrado a convivir con invasiones, que todavía pensaba que la tenencia de un callejero podía facilitar los movimientos del enemigo. Habían decidido pasar a ser algo más que una base militar de los Estados Unidos, con una industria dedicada a plagiar vehículos japoneses y alemanes, y todo el país estaba conjurado para que el éxito de los juegos sirviera como plataforma de lanzamiento para su sociedad y su economía (lo que han conseguido)

Avanzamos con el autobús oficial por amplias avenidas, entre relucientes rascacielos, cruzando varias veces el río Han -compartido malamente por las dos “Coreas” en su desembocadura-, siempre escoltados por unos policías que parecían haber salido de algún cómic futurista, montados sobre unas “Harleys” cromadas desde las que nos sonreían, antes de ponerse de pie sobre el asiento para crear un espectáculo circense mientras ordenaban el tráfico para darnos prioridad.

EL hotel estaba a la altura (los atletas siguieron camino hacia la más modesta Villa Olímpica). Creo que era el Hotel Intercontinental. Veinte plantas -o más- de lujo asiático: Fuentes, techos infinitos con lámparas inexplicablemente suspendidas del cielo, cientos de empleados sonrientes esperando el más mínimo gesto para ofrecer ayuda, y un cuarteto de cuerda en cada planta para que el pasillo de alfombras persas se te hiciera más agradable. Las habitaciones, cada uno la suya, tampoco nos sorprendieron: Perfectas.  Nos instalamos y preparamos la agenda del día siguiente.

La ceremonia de apertura fue tan extraordinaria como la de los Juegos Olímpicos. Para mí la más delicada y elegante de todas las habidas hasta la fecha. (Todo lo contrario que mis fotografías, que son un ejercicio de ineptitud sin igual).

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Cada día visitábamos un centro deportivo diferente, intentando cubrirlos todos, pero no era fácil: Baloncesto, natación, atletismo… España acumulaba éxitos en cada disciplina, y nosotros kilos en la cintura, porque descubrimos que en todas las sedes teníamos barra libre de hamburguesas de una conocida marca. Después, al alba, montábamos un pequeño estudio, y usando el teléfono de la habitación conectábamos para enviar las crónicas a las emisoras que nos habían contratado a través de la ONCE. Recuerdo especialmente las conexiones con José María García. Me aterraba que algo pudiera no funcionar, y duplicaba casi todas las grabaciones por si acaso una no entraba a tiempo.

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A pesar del trabajo salíamos por la ciudad -no voy a engañar a nadie a estas alturas-. Habíamos oído hablar de Itaewon, de sus animados escaparates “estilo holandés”, y sus discotecas para turistas. Casi todas las noches acabábamos por aquellas calles acompañados de nuestro traductor, salvo cuando teníamos que cenar con algún ejecutivo venido desde Madrid, o con el personal de la organización. También recorrimos tenderetes en los que vendían pulpitos vivos, que se te agarraban a la garganta cuando tratabas de tragar; grandes almacenes perfectamente organizados pero sin más clientes que nosotros, atemorizados por las miradas de un millar de dependientas; y seguimos la estela de un bulo sexual hasta sus últimas y ridículas consecuencias. Solo decir que en aquella peluquería hablaban poco inglés, pero nuestros gestos fueron más que suficientes para que nos pusieran en la calle. Ridículo. Nos montamos en un taxi, para regresar al hotel, y poco antes de llegar el taxista se detuvo y nos dijo que tendríamos que pagar “one milión Won”. El hombre debía pensar que era un robo razonable, pero al cambio suponían unas 180.000 pesetas de 1988. Nos negamos, y le pedimos que nos llevara con la policía. El hombre intentó amedrentarnos, pero finalmente se derrumbó y aceptó el pago que le dimos, que era más que generoso.

También salíamos con los atletas. Y si nosotros teníamos peligro ellos más. Vaya tela. Recuerdo que empezábamos cantando, con la guitarra del saltador de longitud malagueño, y que algunas cervezas después nos colábamos borrachos en la Villa Olímpica. A partir de ahí todo es confuso… Y punto.

La parte formal seguía adelante sin novedad. Cumplíamos con nuestras crónicas, y en Madrid estaban contentos con nuestro trabajo y la repercusión que estaba teniendo. Samaranch nos recibió a Pedro y a mi en un piso lujoso y barroco, con su siempre eficiente -y mandona- secretaria, para que le hiciéramos una entrevista. Era un tipo agradable. También nos recibió el embajador, pero esta vez con un grupo de atletas. En un bonito jardín de la embajada habían colocado mesas y sillas a modo de boda, y sobre ellas había tortillas de patata, jamón ibérico, croquetas… Llevábamos un mes a base de hamburguesas y amenazaban con que no habría tiempo para disfrutar de aquello!!!!!! En dos miradas ya nos habíamos organizado: Empezamos a guardarnos platos enteros. Yo cogí dos tortillas de patata y me las pegué bien al cuerpo con la chaqueta, otro se llenó los bolsillos de croquetas, y alguno se hizo con botellas de vino. Costó un poco quitarse el olor, pero merecía la pena. Lo robado apenas duró una tarde de clásica “españolada”.

Llegó el final de los juegos y nos despedimos. Salíamos en un vuelo distinto al de los atletas. La última noche acabamos con varios “mueble-bares”, pero yo soy de poco dormir y estaba preparado a la hora que convenimos. Pero Pedro no. Bajé mis maletas al hall y volví a la habitación de Pedro, que me mandó a la mierda sin contemplaciones. Y yo me dije “vale, que se quede aquí”, y me marché. Al pasar por la recepción un amable y nervioso coreano vino a mi encuentro con una factura. Por lo visto había una cuenta de más de 200.000 pesetas de teléfono, fruto de la infinidad de conferencias que habíamos puesto para enviar las crónicas. Yo pensaba que eso se había arreglado en Madrid, pero no tenía dinero para pagar y les dije que tranquilos, que mi compañero bajaba para arreglarlo enseguida, que yo era solo el técnico. Me creyeron y salí. Claro que no podía avisarle, y era tarde, de modo que fui al aeropuerto, facturé mi equipaje, y pasé a la zona internacional como un rayo. A la hora y media, cuando estaban a punto de cerrar el embarque, apareció Pedro, con ese aire tan suyo, siempre sonriente, y le dije “¿Qué?” a lo que Pedro respondió con un “¿Qué de qué?”. “¿No te han dicho nada en recepción?”. “No” me dijo. “Con la resaca que tengo he pasado de ellos, había mucho lío y gente con maletas, así que me he venido, qué más da. ¿Tú hiciste el check out, no?”. Y así fue como salimos de ese bonito país dejándoles un pufo -del que nadie se hizo responsable después-.

Perdí el contacto con aquellos deportistas, pero guardo un gran recuerdo de ellos como atletas y como personas.

A mi regreso me encontré con que a mi padre le habían nombrado director de comunicación de la “Sociedad Estatal V Centenario del descubrimiento de América”. Todo un espaldarazo. El dinero y la fama volvían a nuestras vidas.

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UN PENSAMENT (IV): EL MUNDO SE VA AL CARAJO… Y es mi cumpleaños.

El número de seres humanos en el planeta aumenta, pero el espacio y los recursos no. Como las canicas con las que nos explicaban las teorías de Gay Lussac, estamos condenados a chocar cada vez más conforme crezca esa presión, generando un escenario perfecto para pandemias, egoísmos, y guerras… ¿Qué opciones tenemos? ¿Qué futuros utópicos o distópicos nos esperan? Hoy (abril 2021) anuncian que la población en España durante el año más duro de la pandemia se ha reducido. Somos 106.146 españoles menos que en 2019. A pesar de ello los habitantes del mundo aumentaron en más de ¡70.000.000! durante ese mismo tiempo (Worldmeters). El equivalente a todas las almas que poblaban «La Tierra» en tiempos de Sócrates.

No hay ninguna descripción de la foto disponible.

Encontrar un planeta, para extendernos como una plaga, parece un proyecto irrealizable, utópico, porque nos queda menos tiempo para agotar los recursos que lo que tardaríamos en ampliar nuestras fronteras (las distancias astronómicas son… astronómicas). Más sencillo será buscar materias primas que nos permitan sobrevivir esquilmando planetas cercanos. Eso parece  asequible, puede ayudarnos a ganar tiempo aunque suene a “patada a seguir”.  

Por otra parte, la distribución de estos pocos recursos que nos quedan dista mucho de ser igualitaria, y los que disfrutan de mayor fortuna se resisten –lógicamente, como decía el uruguayo José Mujica cuando comentaba las dificultades de meter la mano en el bolsillo de los que más tienen- a compartir sus «posesiones». En cualquier caso, el reparto equitativo de la riqueza del mundo da lo justo para que nadie pase hambre, para que todos tengan techo y ropa, pero poco más: El salario medio per cápita en el mundo ronda los 2500 euros al año (3000 dólares, Wikipedia), pero resulta mucho menor si se saca de la ecuación a los que más tienen (un 1% que atesora el 80% de la riqueza –varias fuentes-). Por si fuera poco, un 70% de la población del mundo es POBRE -según el Banco Mundial-, y solo 50 millones de personas, de entre 8.000.000.000, acumulan un patrimonio superior a un millón de dólares… Sí. ¿A cuántos conoces tú? Seré sincero: Yo, a muchos, porque por fortuna pertenezco a un grupo afortunado, en un país afortunado, aunque a algunos les parezca poco tener menos que otros.

El intento por repartir esa riqueza provoca actitudes defensivas, sectarias. Reacciones que nos llevan a detestar al que es diferente. Sospecho que parte del “radicalismo” que nos invade tiene su origen en esta “defensa de lo que tengo” a ultranza, cuando no un «recuperar lo que tuvieron mis antepasados» -aunque fuera conseguido a costa de la libertad y los derechos de otros-. La historia recoge algunas soluciones para este tipo de conflictos de “reparto”, pero se resumen en uno: ¡Guerra! Tabla rasa de crueldad extrema pero eficacia contrastada, que ha sido promovida y utilizada por muchos poderes y poderosos, desde que el primer «Homo Habilis» se fijó en que su vecino tenía unas herramientas superchulas y eficaces. 

Las habituales ficciones “divinas” que daban cohesión a la sociedad y que conocemos como religiones, han perdido fuelle, siendo reemplazadas por otras formas de fe de distinta índole, pero igualmente fantasiosas. Nadie de ese 1% quiere que los del 70% pobre sepan la verdad. Las redes sociales han reemplazado en parte a ese “Olimpo” o «santoral» clásicos con figuras nuevas de referencia, como Instagramers, youtubers, influencers… Y personajes de ficción, herramientas a su vez de un sistema que trata de convencerles de que hay una vida mejor, o que les trasladan a una realidad alternativa en la que todo es posible (cine, series, juegos). Un fenómeno de hipnosis colectiva que mantiene a los afortunados con la cabeza baja, mirando sus pantallas, y a los desafortunados soñando con poder disfrutar alguna vez de esa “libre humillación tecnológica”, a costa de ascender al “Olimpo del 1% y la verdad” a alguno de ellos… De vez en cuando.

Una última opción es mejorar nuestro margen de tolerancia. Asumir que debemos compartir nuestra fortuna, nuestro espacio. Ser tolerantes, transigentes, educados (Algo que no es incompatible con la rectitud de un sistema judicial que castigue a los que no lo sean). Las habilidades sociales pueden ser la clave para que sobrevivamos como especie un poco más, a la espera de que encontremos ese nuevo planeta y el modo de llegar hasta él en un tiempo razonable, y si no lo son por lo menos lo harán menos doloroso.

Soy de los que no creen en naciones, ni destinos prometidos, ni vidas futuras, ni tan siquiera en justicias planetarias. Simplemente defiendo los acuerdos, las cesiones razonables, la igualdad de todos los puñeteros seres que habitan esta porquería de planeta, tanto en derechos como en deberes. Pero por encima de todo considero una obligación del ser humano del futuro, en un mundo superpoblado, tratar de apagar incendios, sofocar conflictos, mediar, suavizar, limar, unir, entretener… Los «crispadores» son como los que provocan aludes de gente (a veces mortales) dando voces de alarma en medio de una inocente multitud.

Me gustaría ser inmortal, y que lo fueran todas las personas a las que aprecio, pero me da que no cuela. Hoy me he levantado existencialista, pero es que es mi cumpleaños. Mañana seré inexistencialista y frívolo de nuevo… Espero.

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UN VIAJE POR GUINEA EN 1990

(Sacado de la biografía esa que nunca se acaba, hasta que se acabe para siempre)

“…A finales de los ochenta las relaciones entre España y Guinea Ecuatorial no estaban en su mejor momento. España denunciaba la falta de derechos en el país africano, y daba cobijo a los que escapaban de la larga y cruel mano de Teodoro Obiang Nguema. La cárcel de “Playa negra” (Black Beach), una de las más temidas de todo África, era el destino de todo opositor al líder del partido único (El mismo Teodoro había sido director del pavoroso penal de “irás y no volverás” en el pasado). España mantenía sus proyectos de cooperación, pero cedía terreno ante los acuerdos comerciales que Teodoro firmaba con Sudáfrica, y ante la pasividad de la antigua metrópoli Marruecos se había convertido en el principal aliado militar, y sus soldados hacían las veces de policías en los lugares más conflictivos del país. El poder, según nos dijeron, estaba en manos de la familia del Presidente Teodoro y de los vecinos de Mongomó, lugar en donde se criaron tanto él, como su antecesor Macías.

Fueron mis primeras vacunaciones tropicales. Hasta entonces había viajado sin preocuparme por las enfermedades. El SIDA era algo en lo que apenas pensábamos, confiando en la ruleta del destino, y para el resto de males bastaba con inyectarse “rocefalin 2g”, que se vendía en cualquier farmacia española sin receta médica, y que acababa en horas con cualquier forma de vida no deseada. De todos modos recibimos innumerables charlas sobre profilaxis y abstinencia, para que no tuviéramos malas experiencias a nuestro regreso, ni pusiéramos en peligro vidas ajenas.

Mientras tanto mis antiguos compañeros de Radio El País se habían dispersado. La mayoría de ellos fueron acogidos por la S.E.R, otros entraron a formar parte de distintos gabinetes de prensa de empresas públicas y privadas, y los hubo que ganaron una plaza como docentes en distintas universidades. Pero un pequeño grupo, liderado por José Miguel Contreras, saltó al primer gran proyecto audiovisual del grupo PRISA, CANAL +.

El viaje fue cómodo, y en pocas horas estábamos desembarcando en Malabo, con ese ambiente plomizo y pegajoso de los climas tropicales. Fuimos recibidos con cariño por una curiosa mosca -mosca Bubi me dijeron después-, que se posó sobre mi mano cuando caminaba hacia la terminal, giró sobre sí misma, y se llevo un buen trozo de mi piel, dejándome una graciosa marca roja. Qué cachonda.

Durante varios días estuvimos grabando por la isla de Bioko. Novoa, el especialista en Guinea que nos acompañaba, nos fue llevando de un lado a otro para que grabásemos el espectáculo de las mujeres cantando y lavando ropa en Luba, acompañadas por el impresionante sonido de mil prendas sumergidas al mismo tiempo en el río; o el intenso verdor de la selva que rodea el lago del cráter del volcán Moca, camino de la mágica y misteriosa caldera de San Carlos (que a día de hoy -2021- aún no ha sido totalmente explorada, y entonces era un lugar completamente virgen). Después de hacer una ofrenda de cerveza a los espíritus tirando varias latas al lago de la caldera -siguiendo órdenes de los guías locales- (Teníamos que haberlas abierto antes, porque visiblemente molestos los espíritus desencadenaron una tremenda tormenta a los pocos minutos) bajamos del cráter de más de 1500 metros de altitud resbalando entre ríos de lodo, como en “Tras el corazón verde”).

De vez en cuando nos reuníamos con políticos locales, que se sentaban frente a la cámara con aires de emperador romano para responder a preguntas que nos inventábamos con la única intención de conseguir permisos para grabar a cambio de adularles. En ese sentido debo decir que el trabajo en Guinea no era algo fácil, ni exento de riesgo. Habiéndonos instalado en los edificios de la Cooperación española en Malabo -algo así como terreno sagrado-, trajeron a un fotógrafo español malherido. Le habían descubierto haciendo fotos en una zona militar, y los guardias marroquíes, acompañados por algunos guineanos, le habían metido una paliza dejándolo medio muerto.  Las autoridades llegaron a un acuerdo y no se publicitó. Pero Novoa consiguió hablar con él: Trabajaba para una revista de naturaleza, y había seguido a unas aves hasta que se topó con un grupo de militares, intentó explicarse, pero le dijeron que estaba espiando… ¿El qué? Me he preguntado yo desde entonces.

Por la noche, después de cenar, salíamos a un club de la ciudad. Para un chaval de 26 años como yo aquello era Sodoma y Gomorra. Ni en mis más audaces sueños había imaginado algo así: Mujeres espectaculares no dejaban de acosarte hasta sentirte molesto. Bailaban algo llamado “Birkusí”, una especie de twerking que te hacía retroceder por miedo a no estar a la altura. Finalmente el alcohol te daba el valor que te faltaba, y ayudaba a calmar la conciencia borrando las memorias y los vínculos que en mi caso había dejado en Madrid.

Aprovechando nuestra visita José Manuel Novoa quiso que grabásemos algunos rituales ancestrales de los pueblos africanos, materia en la que fue, y será para siempre, uno de los mayores expertos [Escribiendo esta parte me enteré de su muerte, una pena. Fue una de aquellas grandes personas que se cruzaron en mi vida. Curioso, incansable… ]. Nos explicó el origen del vudú, y el uso de la raíz de “iboga” en los ceremoniales de iniciación, algo que pudimos ver, grabar, y hasta experimentar en una perdida choza, a la luz de la luna, rodeados de hogueras que hacían que todo pareciera aún más mágico de lo que ya era. También asistimos a maravillosos cantos y bailes nocturnos, y a algo que probablemente fuera la experiencia más dura que yo había vivido hasta entonces: La visita a un centro médico que recogía a niños enfermos de tripanosomiasis (Enfermedad del sueño), que eran abandonados por sus familiares cuando, tras tratarles con medicina tradicional, los daban por perdidos. Muchos de ellos morían a los pocos días, y ese argumento era utilizado por los que defendían la medicina tradicional para denostar la científica. Abrieron una choza gigantesca en donde les atendían para que entrase yo -el aprendiz, porque el verdadero profesional era Josu- con la cámara, recogiendo las primeras imágenes. Me quedé congelado, con la cámara al hombro. Era un lugar infecto, oscuro y húmedo. Varios niños salieron de la penumbra, con esos grandes ojos blancos -como los de mi hijo recién nacido-, y vinieron hacia mí. No estuve a la altura y retrocedí, pero Josu me frenó y empujó hacia dentro. Fueron veinte minutos de terrible realidad. Jamás lo olvidaré.

A los pocos días volamos hacia Bata, en el continente. Estuvimos una semana realizando entrevistas y visitando lugares relacionados con la navegación y la brujería (Novoa aprovechaba nuestras grabaciones para investigar y registrar tradiciones y ceremoniales misteriosos).  Sorprendía la cantidad de grandes barcos encallados en las costas africanas, y me explicaron que se trataba de algo normal para no tener que pagar por su reparación o desguace, así como para cobrar seguros y ahorrarse salarios.

Siguiendo las huellas de Iradier salimos hacia el sur en un gran todoterreno Pick-up, por una carretera que atravesaba la selva; un camino de tierra y barro impracticable para un vehículo normal. El reparto de los asientos se hizo siguiendo un orden estricto de edad y relevancia en el rodaje, de modo que me dejaron fuera, sujetándome como podía a la barra anti-vuelco cuando volábamos sobre los baches que las riadas formaban en el camino.

Cruzábamos poblados que flotaban entre ese impresionante mar de vegetación, y cada vez que lo hacíamos los niños del lugar salían a la carrera señalándome, mientras gritaban algo que yo no entendía, hasta que en una de las paradas me dijeron que decían “¡Blanco, blanco!”. Los árboles que nos rodeaban rebosaban de vida, que estallaba en estampida a nuestro paso, y aburrido de tanto verde me puse a cantar, -sí, soy un cantarín-. Empecé por los himnos de la marina, y pronto pasé a las jotas. Nadie me escuchaba, de modo que me crecí, cantando con todas mis fuerzas aquello de “Tengo un hermano en el tercio, y otro tengo en regulares, y el hermano más pequeño preso en Alcalá de Henares…”. Mis compañeros, aislados en el interior del coche con su música y su aire acondicionado, me miraban cada rato para comprobar si aquellos berridos eran gritos de dolor, porque mi voz es de todo menos melodiosa, y al verme feliz cerraban de nuevo las ventanillas.

De vez en cuando nos cruzábamos con grupos o individuos que caminaban desde ninguna parte a parte alguna (típico de la zona). Desde lejos hacían señales para que nos detuviéramos, y a punto estaban de ser atropellados por el conductor, que hacía caso omiso de sus peticiones. De pronto, aprovechando que vadeábamos un riachuelo, tres de ellos consiguieron subirse en marcha. Se trataba de dos hombres y una mujer. Me saludaron sonrientes y se sentaron. Nadie dijo nada, de modo que entendí que aquella forma de autoestop era lo normal allí. En un momento del viaje el 4×4 pegó un brinco, y la chica, una mujer joven, cayó del vehículo. Se pegó tal hostia que yo empecé a golpear en el techo de la cabina, para que parasen, pero miraron por el espejo, vieron que se levantaba, y siguieron como si nada, dejándola a su suerte. Miré a los dos hombres que seguían con nosotros, y sonriendo me dijeron “no pasa nada”.   Llegados a Río Benito los dos hombres se apearon. El viejo puente se había derrumbado por puro abandono, y cruzamos en un transbordador sobrecargado hasta la otra orilla, siguiendo después nuestro camino hacia Cogo, la antigua ciudad de Puerto Iradier.

Llegar a Cogo no es fácil. La ciudad se encuentra en un promontorio selvático en mitad del río Muni, entre Gabón y Guinea Ecuatorial. Subimos el equipo sobre varios cayucos, y cruzamos aquellas negras aguas hasta llegar a un pequeño puerto (hoy muy mejorado). Durante todo el trayecto estuve midiendo las posibilidades que tendría de llegar a nado hasta la orilla si volcábamos, en el caso de que no me devorase alguna de las infinitas bestias que seguramente poblaban aquellas aguas. Los cayucos, embarcaciones sin quilla, tienen la mala costumbre de volcar en cuanto se desequilibran, de modo que me abstuve de cantar durante el trayecto. Finalmente desembarcamos en la vieja Puerto Iradier.

Aquello era un lugar mágico, con aires caribeños gracias a los numerosos edificios coloniales que los españoles dejamos allí. Teníamos la sensación de estar en Cuba, más que en África. Grabamos y embarcamos en una lancha algo más sofisticada, que nos

Manuel Iradier (Wikipedia)

llevó hasta la isla de Corisco, pasando por Elobey grande y Elobey chico, islas abandonadas en donde filmamos las ruinas de los edificios construidos durante la ocupación española. Finalmente llegamos a Corisco, enclave situado frente a las costas de Gabón, con sus míticas playas de arena blanca, las más blancas que vi en toda mi vida. Recorrimos sus cosatas, grabando bailes, y entrevistas con lugareños que nos contaban viejas historias de la ocupación española, y disfrutamos de su comida y hospitalidad durante unos días. Un gran lugar para desaparecer, salvo porque las serpientes tenían por costumbre llegar hasta sus costas a bordo de grandes troncos arrastrados al océano por las tormentas, y a falta de predadores se habían extendido como una plaga. Regresamos a Bata.

Novoa con una víbora cornuda del Gabón que mató el guía.

Cuando uno se dedica a rodar documentales no suele tener mucho tiempo, ni espacio en su mochila, para la higiene personal. Al menos eso era lo que pensaba yo, un joven aprendiz de cámara, cuando me enviaron a comprar jabón a un badulaque local. En pocas horas debíamos subirnos a la avioneta, rumbo a una isla abandonada a su suerte en mitad del océano Atlántico, Annobón. Acostumbrado a acatar y obedecer órdenes sin rechistar me hice de inmediato con cerca de veinte pastillas de jabón “Lagarto”, y las empaqueté junto a mis escasos calzoncillos.

Salimos de Bata hacia Port Gentil -Gabón-, para cargar combustible, y tras un largo y peligroso vuelo conseguimos aterrizar en el asilvestrado aeródromo de San Antonio de Palé, entonces abandonado, salvo por las esporádicas e imprevisibles visitas de los aviones de la Cooperación Española, que dejaban medicinas y correspondencia, a menudo soltándolas desde el aire. La emoción de ver un avión sobrevolando la isla llevó a sus habitantes a poner en peligro el aterrizaje, pero tras un par de vuelos rasantes para abrir hueco, lo logramos.

Anobón
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Durante varios días exploramos ese pequeño paraíso habitado por unas 5000 almas, aisladas del resto del mundo tras la destrucción del muelle del puerto durante uno de los muchos temporales que asolaban la isla. Un lugar sin electricidad entonces, recorrido por intrincadas sendas abiertas a machetazos que tardaban poco en ser cubiertas de nuevo por el verde manto de la selva tropical.

Buscábamos información y testimonios sobre la pesca de ballenas con arpón desde inestables cayucos. Un arriesgado modo de sustento de los lugareños que venía practicándose desde hacía siglos. No tuvimos suerte, pero durante una semana pudimos entrevistar a varios pescadores que aún salían a por las “Yubartas”, y que hablaban una extraña mezcla de idiomas, entre el portugués, francés, y español. Para recorrer la isla, cargados de material, teníamos que pedir ayuda a jóvenes locales, que nos seguían con curiosidad a todas partes. Entonces descubrí el porqué del jabón.

A falta de los más mínimos bienes de la sociedad moderna, y en un lugar en el que el dinero carecía de utilidad, el jabón les resultaba fascinante y útil. La limpieza de la ropa era un evento social diario y muy musical, siempre acompañado por los cánticos de las mujeres, a ritmo del violento retumbar del agua cuando se sumergían las prendas con fuerza.

Siguiendo las indicaciones de mis superiores entregué un jabón a cada uno de los dos lugareños que nos habían ayudado en la subida al volcán. Pero entre ellos estalló una violenta disputa. Según me explicaron después fue debido a que yo había pagado con la misma moneda esfuerzos muy diferentes: Uno de los jóvenes había cargado el doble de peso, durante el doble de tiempo. Esa misma noche, en la habitación que nos había preparado el monje claretiano que cuidaba de la fe cristiana de los isleños, la pasé cortando jabón “lagarto” en trozos de distinto tamaño. Nadie se pelearía por mi culpa. Con un cuchillo afilado y una vela para calentarlo, deshice las pastillas en fracciones, con algunas de mayor valor, a modo de sistema monetario. De ese modo pudimos trabajar, y pagar por la ayuda, sin provocar más trifulcas.

El documental en cuestión se llamaba “Longitud Latitud”, y se emitió en TVE entre 1989 y 1992. Las reservas de petróleo de Annobón se descubrieron en 1992… ahora hay puerto, y aeropuerto.

(* Texto dedicado a mi amigo “EL TURCO”, Sergio, todo un lagarto).

Y hoy añado a la dedicatoria al recientemente fallecido José Manuel Novoa.

[Entiendo que el fondo de la anécdota pueda resultar moralmente reprochable para algunos, pero eran otros tiempos, y lugares con costumbres y gustos difíciles de asimilar. Y yo lo que hacía siempre era obedecer, superado por la suerte de poder hacer aquellos extraordinarios viajes de los que podría estar escribiendo tres vidas enteras].

Una semana después me senté en el avión que nos traía de vuelta a España. Estaba molido. La noche anterior habíamos bebido, y fumado “congo” hasta reventar. Había perdido mucho peso después de semanas alimentándome de aguacate, cebolla, y alcohol, estaba moreno a ronchas, y mis manos se habían hinchado por las miles de picaduras que había recibido sosteniendo el flash en mitad de la selva (una de mis obligaciones). Pero regresaba por fin…

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No me olvidaré nunca de recordaros.

María López de Hierro era una chica extraordinariamente alegre, guapa, e inteligente. Veraneaba al lado de nuestra casa en la sierra de Madrid a finales de los 70. Guasona, nunca me tomó en serio (como debe ser). Los enamoradizos y adolescentes ojos de ambos miraban hacia otros miembros de aquella pandilla de la valla de la Dehesa (Jesús, Bea, Vicky, Enrique, Luis, Olga, los primos Romero, Chewy, Patata…). Pero nos llevábamos muy bien, aunque formaba parte del trío «criticón» junto a mi hermana Carlota y Mari Ángeles.

María tenía cuatro hermanos, y yo me hice «inseparable» de dos de ellos, Eduardo y Fco Javier. Eduardo era extraordinariamente desastroso. Alto, loco, y ágil. No tenía miedo al ridículo, ni a nada, y era más gracioso que ocurrente. Fco Javier era diferente: Rápido, mordaz, pequeño de estatura y bromista contumaz… Los hermanos menores… Pues eran eso, pequeños, prácticamente invisibles entonces para la «pandilla», como lo eran los padres. Vivimos unos años muy felices juntos, y me emociono solo de recordar aquellas tardes en «las peñitas», las fiestas en el sotanillo o la galería -bailando a saltos «por» Tavares, o lento con Umberto Tozzi -o aquello de Il guardiano del Faro-, o los concursos de pedos en tienda de campaña…

Tabaquismo mediante -y afortunadamente-, mi familia era tan longeva como extensa. Gracias a ello me mantuve ajeno a la muerte hasta que, estando en la mili -siendo aún un adolescente-, me dijeron que María había fallecido. Fue algo duro de asumir. Leucemia, según recuerdo. ¡Hostias, la vida se acaba así, de golpe, y no solo afecta a la gente de las noticias, sino a los conocidos! Todavía estábamos penando por su muerte cuando su hermano Eduardo se mató, junto a alguno de sus primos de Parquelagos, en un accidente de coche cerca de La Navata. Fue un remate cruel.

Poco me importa lo que opinen otros sobre lo que escribo. Si es triste, alegre, malo, bueno, justo, o injusto… Escribo lo que me da la gana y porque me da la gana. Pero jamás dejaré de recordar a la gente que pasa por mi vida. Especialmente si se trata de buena gente.

Estos días se «celebra» el aniversario de la muerte de ambos, en 1982 y 1984 respectivamente. Suele haber una misa en la igesia que hay frente a donde vivían en madrid, la parroquia de San Manuel y San Benito, a la que nunca he ido (no soy muy de iglesias), pero cada año, por algunos minutos, pienso en ellos, visualizo sus caras y los convierto en inmortales, porque todos sabemos que la verdadera muerte es olvidar. Nunca he vuelto a ver a Fco Javier, salvo en noticias y periódicos -como empresario exitoso-, pero desde aquí mi entrañable recuerdo y un fuerte abrazo a todos los de aquella pandilla.

PD: Pienso recordaros a todos y por muchos años…

Pipe

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