Juegos Paralímpicos y un servidor de ustedes

Suerte tuve desde pequeño. Suerte para no romperme la cabeza al caer de un árbol, para no estrellarme con una moto mal conducida, para no reventar con las drogas en la adolescencia -and beyond-, o para rodearme siempre de gente más inteligente que yo a quienes misteriosamente les caía bien… Un tipo afortunado. Lo asumo. De otro modo no se podría explicar que me ofreciesen ir a Seúl para cubrir los Juegos Paralímpicos acompañando a mi colega Pedro Paniagua, en los estertores de nuestros días de Radio El País.

Supongo que sería por los tejemanejes de José Miguel Contreras, o Carlos López Tapia, pero un buen día me vi sentado en una mesa, de un restaurante pretencioso de la Casa de Campo, con un tal Enrique Sanz, y varios directivos más de alto nivel de la ONCE, preparando lo que debía ser la primera experiencia de cobertura con enviados especiales de las «paraolimpiadas» (que habían ganado mucho en popularidad gracias al esfuerzo de los atletas con diversidad funcional -entonces se decía minusvalía-, que ganaban decenas de medallas, mientras que los otros atletas españoles de los Juegos “Olímpicos” volvían a casa con las manos vacías). En un momento dado Enrique Sanz, un tipo con mucha vista y poca visión, soltó un seco: “Por favor, quiero decirle a quien esté moviendo la mesa desde hace veinte minutos que se esté quieto”… Era yo, o mis nervios. Mi pierna tenía el  “tembleque del pie de embrague”. Pedro “bread and water” me miró, muerto de risa, y yo sonreí como pude frenando el seísmo.

Después de prepararnos durante unas semanas y con los bolsillos llenos por unas más que generosas dietas, partimos. En Madrid, coordinando y publicando en la revista de la ONCE, quedaba Piedad Sancristóval -periodista y amiga-, probablemente muerta de envidia.

Mi contacto con la discapacidad, o diversidad funcional, hasta la fecha era nulo (y no quiero hacer chistes), pero aquellas primeras horas acompañando a centenares de deportistas con problemas de visión, o movilidad, fueron una de las más gratificantes experiencias de mi destartalada vida. Nos montamos en un jumbo con rumbo a Osaka, y tras hacer escala de diez horas en Copenhague, sobrevolar el polo Norte, aterrizar de nuevo en Anchorage -el tiempo justo para hacernos una foto con el oso polar del aeropuerto-,  y seguir después hacia Japón, llegamos finalmente a la capital de Corea del Sur. Casi 40 horas!!!!

En el avión viajaba la estrella del momento, Purificación Santamarca (16 medallas en velocidad, 11 de ellas de oro), quien no dejaba títere con cabeza con su desparpajo y lengua afilada. A mi lado se sentaba un chaval de mi edad, cuyo nombre no recuerdo, con quien hice muy buenas migas, y al otro lado del pasillo un Hércules malagueño, saltador de longitud invidente. A la media hora de vuelo el avión ya era una fiesta, hasta el punto que el comandante avisó con severidad de los riesgos de tanto cambio de asiento, carrera, baile y cante. Fue un vuelo desternillante (excepto para las azafatas, supongo).

Finalmente llegamos a Seúl.

Aterrizamos de noche, confundidos por el espectáculo de cruces rojas y farolillos de los tejados y azoteas que identificaban a las distintas parroquias de la ciudad y que nos acompañaron en el largo recorrido de descenso hacia el aeropuerto. Iglesias protestantes, católicas, templos budistas, musulmanes, moonitas… Sorprendente espiritualidad en un país aconfesional -Un aterrizaje muy Ridley Scott por otra parte-.

La ciudad de Seúl nos recibió con esa extraña sensación que uno tiene cuando visita un piso piloto. Todo era nuevo, edificios, puentes, centros comerciales… El esfuerzo que habían hecho para merecer las olimpiadas se notaba en cada rincón, y en cuanto a los Juegos Paralímpicos habían tenido que cambiar hasta sus cimientos morales: Poco antes del 88 Seúl era una ciudad caótica, casi medieval, y algunas de sus costumbres -como lo era el rechazo a las personas que nacían con alguna limitación física- estaban arraigadas con fuerza en su cultura. La mera existencia de planos turísticos de la ciudad era algo extraordinario para un país acostumbrado a convivir con invasiones, que todavía pensaba que la tenencia de un callejero podía facilitar los movimientos del enemigo. Habían decidido pasar a ser algo más que una base militar de los Estados Unidos, con una industria dedicada a plagiar vehículos japoneses y alemanes, y todo el país estaba conjurado para que el éxito de los juegos sirviera como plataforma de lanzamiento para su sociedad y su economía (lo que han conseguido)

Avanzamos con el autobús oficial por amplias avenidas, entre relucientes rascacielos, cruzando varias veces el río Han -compartido malamente por las dos “Coreas” en su desembocadura-, siempre escoltados por unos policías que parecían haber salido de algún cómic futurista, montados sobre unas “Harleys” cromadas desde las que nos sonreían, antes de ponerse de pie sobre el asiento para crear un espectáculo circense mientras ordenaban el tráfico para darnos prioridad.

EL hotel estaba a la altura (los atletas siguieron camino hacia la más modesta Villa Olímpica). Creo que era el Hotel Intercontinental. Veinte plantas -o más- de lujo asiático: Fuentes, techos infinitos con lámparas inexplicablemente suspendidas del cielo, cientos de empleados sonrientes esperando el más mínimo gesto para ofrecer ayuda, y un cuarteto de cuerda en cada planta para que el pasillo de alfombras persas se te hiciera más agradable. Las habitaciones, cada uno la suya, tampoco nos sorprendieron: Perfectas.  Nos instalamos y preparamos la agenda del día siguiente.

La ceremonia de apertura fue tan extraordinaria como la de los Juegos Olímpicos. Para mí la más delicada y elegante de todas las habidas hasta la fecha. (Todo lo contrario que mis fotografías, que son un ejercicio de ineptitud sin igual).

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Cada día visitábamos un centro deportivo diferente, intentando cubrirlos todos, pero no era fácil: Baloncesto, natación, atletismo… España acumulaba éxitos en cada disciplina, y nosotros kilos en la cintura, porque descubrimos que en todas las sedes teníamos barra libre de hamburguesas de una conocida marca. Después, al alba, montábamos un pequeño estudio, y usando el teléfono de la habitación conectábamos para enviar las crónicas a las emisoras que nos habían contratado a través de la ONCE. Recuerdo especialmente las conexiones con José María García. Me aterraba que algo pudiera no funcionar, y duplicaba casi todas las grabaciones por si acaso una no entraba a tiempo.

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A pesar del trabajo salíamos por la ciudad -no voy a engañar a nadie a estas alturas-. Habíamos oído hablar de Itaewon, de sus animados escaparates “estilo holandés”, y sus discotecas para turistas. Casi todas las noches acabábamos por aquellas calles acompañados de nuestro traductor, salvo cuando teníamos que cenar con algún ejecutivo venido desde Madrid, o con el personal de la organización. También recorrimos tenderetes en los que vendían pulpitos vivos, que se te agarraban a la garganta cuando tratabas de tragar; grandes almacenes perfectamente organizados pero sin más clientes que nosotros, atemorizados por las miradas de un millar de dependientas; y seguimos la estela de un bulo sexual hasta sus últimas y ridículas consecuencias. Solo decir que en aquella peluquería hablaban poco inglés, pero nuestros gestos fueron más que suficientes para que nos pusieran en la calle. Ridículo. Nos montamos en un taxi, para regresar al hotel, y poco antes de llegar el taxista se detuvo y nos dijo que tendríamos que pagar “one milión Won”. El hombre debía pensar que era un robo razonable, pero al cambio suponían unas 180.000 pesetas de 1988. Nos negamos, y le pedimos que nos llevara con la policía. El hombre intentó amedrentarnos, pero finalmente se derrumbó y aceptó el pago que le dimos, que era más que generoso.

También salíamos con los atletas. Y si nosotros teníamos peligro ellos más. Vaya tela. Recuerdo que empezábamos cantando, con la guitarra del saltador de longitud malagueño, y que algunas cervezas después nos colábamos borrachos en la Villa Olímpica. A partir de ahí todo es confuso… Y punto.

La parte formal seguía adelante sin novedad. Cumplíamos con nuestras crónicas, y en Madrid estaban contentos con nuestro trabajo y la repercusión que estaba teniendo. Samaranch nos recibió a Pedro y a mi en un piso lujoso y barroco, con su siempre eficiente -y mandona- secretaria, para que le hiciéramos una entrevista. Era un tipo agradable. También nos recibió el embajador, pero esta vez con un grupo de atletas. En un bonito jardín de la embajada habían colocado mesas y sillas a modo de boda, y sobre ellas había tortillas de patata, jamón ibérico, croquetas… Llevábamos un mes a base de hamburguesas y amenazaban con que no habría tiempo para disfrutar de aquello!!!!!! En dos miradas ya nos habíamos organizado: Empezamos a guardarnos platos enteros. Yo cogí dos tortillas de patata y me las pegué bien al cuerpo con la chaqueta, otro se llenó los bolsillos de croquetas, y alguno se hizo con botellas de vino. Costó un poco quitarse el olor, pero merecía la pena. Lo robado apenas duró una tarde de clásica “españolada”.

Llegó el final de los juegos y nos despedimos. Salíamos en un vuelo distinto al de los atletas. La última noche acabamos con varios “mueble-bares”, pero yo soy de poco dormir y estaba preparado a la hora que convenimos. Pero Pedro no. Bajé mis maletas al hall y volví a la habitación de Pedro, que me mandó a la mierda sin contemplaciones. Y yo me dije “vale, que se quede aquí”, y me marché. Al pasar por la recepción un amable y nervioso coreano vino a mi encuentro con una factura. Por lo visto había una cuenta de más de 200.000 pesetas de teléfono, fruto de la infinidad de conferencias que habíamos puesto para enviar las crónicas. Yo pensaba que eso se había arreglado en Madrid, pero no tenía dinero para pagar y les dije que tranquilos, que mi compañero bajaba para arreglarlo enseguida, que yo era solo el técnico. Me creyeron y salí. Claro que no podía avisarle, y era tarde, de modo que fui al aeropuerto, facturé mi equipaje, y pasé a la zona internacional como un rayo. A la hora y media, cuando estaban a punto de cerrar el embarque, apareció Pedro, con ese aire tan suyo, siempre sonriente, y le dije “¿Qué?” a lo que Pedro respondió con un “¿Qué de qué?”. “¿No te han dicho nada en recepción?”. “No” me dijo. “Con la resaca que tengo he pasado de ellos, había mucho lío y gente con maletas, así que me he venido, qué más da. ¿Tú hiciste el check out, no?”. Y así fue como salimos de ese bonito país dejándoles un pufo -del que nadie se hizo responsable después-.

Perdí el contacto con aquellos deportistas, pero guardo un gran recuerdo de ellos como atletas y como personas.

A mi regreso me encontré con que a mi padre le habían nombrado director de comunicación de la “Sociedad Estatal V Centenario del descubrimiento de América”. Todo un espaldarazo. El dinero y la fama volvían a nuestras vidas.

Acerca de Felipe Mellizo

Soy guionista, casi periodista, padre, pareja, ex-golfo, ex-aventurero, comilón, bruto, y seguidor del Atlético de Madrid.
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