¡¡¡Ha muerto Sid Vicious!!!! (Un ladronzuelo serrano en Londres)

En el curso 1978-1979 Faltaba a clase de manera sistemática. En ocasiones tiraba las tablas de esquí y las botas por la ventana de mi cuarto para recogerlas al salir de casa y, en lugar de ir al instituto, subirme a esquiar todo el día. Mi vida sí que era un descenso a tumba abierta. Sentía pasión por las motos, y tenía bastante habilidad con ellas, de modo que consideré una traición que comprasen una a mis hermanas mayores antes que a mí. Así que cuando podía se la quitaba, hasta que un día, «saltando» en las «peñitas», la partí por el carter clavándola en una roca. Otras veces, cuando sabía que La Pérgola estaba vacía, superaba con agilidad felina la valla y cogía las motos de mis primos los «afortunados», de mayor cilindrada, para lucirme, especialmente la Cota 74 de Elena… Y robé una segunda moto. Esta vez una «cobra», mito del macarra de la época. Con ella anduve por la sierra, moviéndome de pueblo en pueblo por caminos y atajos para eludir a la Guardia Civil (como el pequeño paso subterráneo que cruzaba la autopista). Por la noche la escondía junto a la valla de la dehesa, tras unas zarzas. Un buen día se me rompió el embrague junto a la «Peña del cura», y cuando estaba intentando arreglarlo llegaron hasta mí dos guardias civiles. Al verles reaccioné de inmediato, improvisando. Fingiendo desesperación tiré la moto al suelo, y entre lágrimas la golpeé una y otra vez diciendo «mi padre me va a matar». Convencidos por mi actuación los guardias se dedicaron a calmarme y animarme. Me ayudaron a levantar la moto, y tras preguntarme dónde vivía -rápidamente dedujeron quien era- me dijeron que fuera tranquilo, tirando del cable del embrague hasta casa. Les obedecí, y me marché, pero en cuanto pude me dirigí hacia «lobo cojo», el basurero de la carretera de Alpedrete que hoy en día tiene hasta rotonda con estatua, y la abandoné entre montañas de mierda.

Los animales también formaban parte del entretenimiento diario, para bien, o para mal. Siempre rodeado de perros, disparando a gatos y ratones, cogiendo pájaros, lagartos y lagartijas, cazando grillos, capturando ranitas de San Antonio. Incluso mantuve una relación de amistad con una vaca, la 105, que venía a saludarme cuando me acercaba a la dehesa a fumar. A veces adoptaba alguna alimaña, y la llevaba conmigo a todas partes, como Federica. Federica era una culebra de agua que no medía más de medio metro, la había cogido en uno de esos arroyos de primavera, y la llevaba a clase a diario. La metía en el bolsillo, y cuando se acercaba alguna chica la liberaba, de manera que aparecía trepando por mi cuello lo que alarmaba a la víctima, que salía corriendo y gritando para mayor gloria mía.

Y de nuevo aparecía mi padre, sin venir a cuento y a deshoras, para decir que me llevaba a Londres. Y yo encantado, con tal de salir de esa casa que me empezaba a resultar incómoda. Así me vi en Londres, en mayo de 1979, en plenas elecciones generales, en lugar de estar estudiando para mejorar mis patéticas notas.

Dormíamos en Lambs conduit, en un edificio en el que tenía alguna propiedad la nueva suegra de mi padre. Era un típico bloque inglés, con apartamentos alquilados a los seres más extraños que uno pudiera imaginarse. El baño era comunal y estaba situado entre tramo y tramo de la enmoquetada escalera. Allí tenías que esperar hasta que saliera el vecino anterior, tuvieras la prisa que tuvieras. En el bajo una cafetería -igual era en el bloque siguiente, que todo hay que precisarlo porque en mi familia hay una gran exigencia de corrección sobre lo que hacen los demás-, en donde a diario desayunábamos los populares huevos con beicon que tanto mal hicieron al colesterol de mi padre. Nos habían cedido una habitación en la casa de Taofic Khan, un médico homeópata que creo que se llevaba bien con la señora Concha. Taofic era paquistaní, o paki, como decía mi padre. Tenía la casa llena de botes de formol en los que conservaba mil y una plantas -o lo que sea que fuera aquello- creando un ambiente desasosegante muy acorde con el Londres del destripador -aprovechando que estábamos a pocas manzanas de Scotland Yard-.

Desayunábamos y bajábamos caminando por Holborn y Shoe Lane, hasta el rascacielos en el que estaba la nueva oficina de la Agencia Efe. Mi padre me daba unas libras, y me dejaba paseando por la zona. Si había mercadillo me recorría los puestos, comprando comics y observando con curiosidad pueblerina a los punkis, que me provocaban una más que evidente hilaridad, con esos imperdibles, esas crestas, y esos ridículos pantalones de cuadros. En aquellos días se encontraban llorando la muerte de Sid Vicious, A mí me daba igual. Conocía sus temas, me gustaban tanto como molestaban a mis progenitores, pero nada más. Si tenía tiempo me metía en una maravillosa chocolatería en donde disfrutaba de la mayor oferta de Cadbury jamás vista (fuera de Birmingham, claro está). El dueño del establecimiento, un Willy Wonka de ascendencia griega que chapurreaba español, me atendía encantado, mostrándome las novedades y comentando los distintos sabores y mezclas de sus deliciosas chocolatinas. Probablemente fuera la única persona del mundo a la que le gustaba el chocolate más que a mí. Una mañana mi padre me llevó a Notting Hill, para comprar nosequé disco. Ajeno al historial del barrio yo lo observaba todo y a todos con insolencia. Quizá con demasiada: Recuerdo la desconchada casa con escalinata desde la que un tipo gigantesco de raza negra me observaba, como quien mira una mosca antes de aplastarla (nada sabía yo del historial de conflictos raciales del barrio). Bajé la mirada cagado de miedo, y tropezando me metí en la tienda de discos.

La tarde de las elecciones, después de cerrarse las urnas, subí a la oficina con mi padre para seguir el proceso. Me sentaron en una esquina para no molestar. Los teletipos no dejaban de teclear, en un constante diálogo con Madrid. El ambiente era agitado, estresante, como siempre ocurre en las redacciones durante los procesos electorales -sean trascendentes o no-. En la televisión un hombre soso y serio, vestido con un elegante traje gris, comentaba los resultados. Desde mi punto de vista aquel sistema de recuento de votos era un «sindiós». Por lo que me dijeron, tratando de culturizarme, el sistema de recuento premiaba al partido que mejorase sus resultados con respecto a anteriores campañas, algo así como las bonificaciones para el vencedor de una etapa ciclista. Para mostrar en qué sentido ese balanceo afectaba a las elecciones el locutor tenía un gráfico al que llamaba «swingometer», una ocurrencia lisérgica que parecía parte de un trabajo de fin de curso de primaria, hecho con cartulinas y flechas. Según iban llegando los resultados el presentador desplazaba la aguja de un lado a otro mostrando el dato final. En balde intenté enterarme de algo más. Mi padre apostaba por los laboristas, de manera que ganaron los conservadores de Margaret Thatcher, un desastre para la humanidad. Dos días después de la derrota laborista mi padre me llevó hasta el despacho de Tony Ben, un peculiar personaje -y gran político-. Estuve fuera durante la entrevista que le hizo para la Agencia (supongo), pero al acabar salieron juntos, y Tony me sonrió, y estrechó mi mano. Manda cojones. ¡A mi, un idiota ladronzuelo serrano!

Acerca de Felipe Mellizo

Soy guionista, casi periodista, padre, pareja, ex-golfo, ex-aventurero, comilón, bruto, y seguidor del Atlético de Madrid.
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2 respuestas a ¡¡¡Ha muerto Sid Vicious!!!! (Un ladronzuelo serrano en Londres)

  1. מלאכי פ dijo:

    «Margaret Thatcher, un desastre para la humanidad». Pues no, serrano
    🙂

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