Hoy me he encontrado un pen-drive lleno de tristezas, vergüenzas, y traiciones.

Todos hemos pasado por malos momentos en nuestras vidas, y algunos varias
veces. No es algo nuevo, ni original, como no lo es el deseo de quitarse de en
medio para evitar el dolor, el remordimiento, la culpa, o la falta de
expectativas que conllevan. 

La primera vez que pasó por mi cabeza la idea del suicidio de debía ser el
año 1979. A pesar de mi corta edad ya había fracasado en todo, menos en el
consumo de estupefacientes, y escribí unos textos que alguna vez he encontrado,
pero que ahora he perdido de vista -aparecerán algún día en la buhardilla, este
siglo o el que viene-. «Una palabra tuya (bastará para salvarme)»* era
el título de los relatos (sin ser creyente, el peso de la cultura cristiana en
mí era evidente). En ellos, empezara como empezase la historia, mi alter-ego protagonista
siempre acababa suicidándose. «Drama king» que era yo desde pequeño,
pero con fundamento, porque mis dramas no eran inventados, como decían muchos y
muy cercanos… Es evidente que no tuve las agallas necesarias.

Después vinieron otros fracasos, siempre acompañados por la droga y la falta de empatía de los que
me rodeaban, lo que me llevó a documentarme sobre las mil maneras de acabar con
la vida propia sin dolor, y sin molestar a los demás. Hasta el último fiasco,
cuando en unos meses perdí lo poco que tenía: Padre, madre, familia, pareja,
amigos, trabajo…

Me quedé en la calle, como suena. Literal. No se trata de que no pudiera ir
a casa de alguien -cosa que hice puntualmente-, sino que me quedé como un pollo
sin cabeza. No sabía qué hacer.

Estuve a un milímetro, o a falta de una corriente de aire, de acabar con
todos mis problemas presentes, pasados, y futuros, pero esquivé ese último paso
milagrosamente, encontrando en la ira, el orgullo, y la venganza, el motor para
salir adelante. De ese modo inicié otro camino igualmente espinoso: porque para
poder reiniciar mi vida, y recuperar a las dos personas a las que más quería
-Pilar y mi hijo-, debía mendigar ayuda sin abrir nuevos «pozos-negros».
De modo que inicié un bombardeo epistolar-digital a mis contactos.

Ayer me encontré un pen drive lleno de tristezas, vergüenzas, y traiciones.
Textos organizados por carpetas con las iniciales de los destinatarios: Son las
notas y cartas que envié.

No puedo describir la sensación que me produce leerlos. Una extraña mezcla
de bochorno y orgullo (bochorno por lo bajo que caí, orgullo por haber salido
de esa sima), sumada a cierta cantidad de rabia por el poco éxito que tuve
entre los que más podían ayudarme, lo que contrasta con la extraordinaria ayuda
que recibí de los que menos tenían para ofrecer. Veo hasta qué punto me humillé
y me sonrojo. Me duele. En algún caso había olvidado que esa persona había
recibido mi petición de auxilio ¡Qué vergüenza! Ayer estuve a punto de
eliminarlos, pero no pude. Cuando se ha superado, el sufrimiento tiene ese
punto adictivo.

Fueron ocho años de travesía. Finalmente salí adelante, a trancas y
barrancas, pero agotado, exhausto. Mi cabeza se consumió en el proceso. Se
quedó inmersa en su grisáceo contenido.

*Lamento la coincidencia con la obra de Elvira Lindo.

Acerca de Felipe Mellizo

Soy guionista, casi periodista, padre, pareja, ex-golfo, ex-aventurero, comilón, bruto, y seguidor del Atlético de Madrid.
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